Dejo
Uterga y alcanzo Muruzábal. Ahí sé que es donde debo desviarme
para llegar a Eunate pero no observo ninguna indicación. Se baja un
joven de un coche, le pregunto a él pero me señala la dirección en
la que se encuentra Obanos. Poco más adelante conozco a Carmen de
Bolivia, que está trabajando en esa casa desde hace dos meses pero
que ni siquiera ha oído hablar de Eunate antes, una joya del
románico.
Carmen
y yo nos hemos puesto a charlar, porque yo no tengo intención alguna
de moverme hasta que alguien no me oriente. Otmar es educado y al
pasar por delante nuestro se detiene. Yo estoy sentada sobre el suelo
y eso que llamo la niña interior se está manifestando, he entrado
en la reconocida sensación de euforia. Carmen es evangelista y trata
de evangelizarnos a todos. Otmar enrojece, creo que de indignación
por lo que escucha y por el tono beligerante de la evangelista. Yo lo
animo a continuar andando. Para Carmen Dios es perfecto pero los
homosexuales son una aberración. ¡Qué lástima de persona tan
equivocada! ''A ver, hablas y hablas de las escrituras -le
digo. Pero ¿tú lo has visto a él?'' La respuesta de Carmen
es negativa. ''Pues cuando le veas como yo le vi, cuando te
otorgue su semblante, entonces puedes plantearte hablar en su
nombre''. El momento, aunque no lo transmitan mis letras, era muy
bonito. Pude ver al amo a quien ella servía, un viejo huraño que no
debía hacerle la existencia demasiado agradable a Carmen. Lo que
ella me dijo fue que desde que había podido escapar de su país su
vida se había transformado.
Gracias
a una mujer que sale por la puerta de su casa por fin averiguo la
ruta que debo de seguir. Se supone que sólo me separan dos
kilómetros de Eunate. Y era cierto. En seguida la diviso en medio de
la nada. Ni siquiera girasoles veo, algo que era tan esperado. Soy
inmensamente feliz en ese momento pero no estoy pensando en Avril
Lesavant. He leído bastante acerca de Eunate, todo tipo de teorías
y especulaciones... Yo lo que espero es que exista un remedio para la
enfermedad que soporto: la tensión acumulada desde la niñez, las
memorias emocionales, el desastre de vida que he llevado desde antes
de tener uso de razón siquiera. ¿Nunca voy a poder librarme de la
prisión en la que se ha convertido mi cuerpo? ¿Confío en la ruta
como renovadora y regeneradora de las energías?
Todo
era muy solitario hasta que, para mi disgusto y sorpresa, compruebo
como va llegando gente en coches. Ahí va a molestarme que el tiempo
exista y que los siglos hubieran transcurrido en forma de progreso.
Lamenté la afluencia de parroquianos, luego sabré que lo eran. Pero
eso no iba a impedirme que realizara el ritual. Me descalcé y
comencé a girar con lentitud por el deambulatorio exterior, el de
este enclave octogonal posiblemente templario. La mochila opté por
no quitármela. Pensé o tuve la sensación de que después de hacer
lo que estaba haciendo no iba a sufrir ampollas.
Según
la tradición bíblica, en razón de su carácter inmutable, la
piedra alude a la sabiduría. Pero el pie, según Paul Diel, también
sería un símbolo de la fuerza del alma. Y si la pierna es el órgano
del andar, la pierna que favorece los contactos y suprime las
distancias, el pie es el maestro y la llave. El acto de descalzarse
es posible que simbolice el paso del mundo profano al plano
iniciático. Pensaba con el corazón y no me detuve a analizar nada.
El sonido místico, el flujo en mis oídos, estaba aumentando en
intensidad. Alcé la cabeza para contemplar los rostros abominables
de las figuras de los canecillos del ábside. En este templo el
ábside se sitúa al Sur, me dijo alguien. Completé las tres
vueltas, por supuesto. Y la mirada vagaba de aquí para allá por
entre los capiteles, algunos indescifrables por la erosión que
causan en más de ochocientos años las inclemencias de los
elementos. ¿Qué estarían detallando de las estrellas? Y dada mi
condición de peregrina, aquella que va en busca de la ciudad ideal,
a nadie le pareció demasiado extraño, o al menos no se me preguntó
por ello.
Me
detuve frente a las faces con las espirales, personificaban
simultáneamente los dos sentidos del movimiento: ''el nacimiento y
la muerte, o la muerte iniciática y el renacimiento''. En el
románico, arte conceptual, un pórtico transmite toda una enseñanza
pero la misa comenzaba y la congregación de fieles seguía
incrementándose. Sin calzarme busqué asiento al lado de un anciano
con báculo. Alguien repartía papeles y extendí la mano. ''¿Quieres
cantar?'' -me preguntó ese. Asentí convencida y el hombre me
puso una hoja en la mano, aunque era perceptible que no le complacía
mi respuesta. Las voces eran las de un riguroso coro, como descubriré
más tarde. Yo seguía experimentando como el musical flujo interior
cobraba a cada instante más intensidad, y eso me hacía estremecerme
en sensaciones y todo era puro y bellísimo.
El
pueblo de Adiós, pueblo vecino, celebraba todos los años la misma
fiesta en el mismo día, el uno de mayo. El sacerdote me gustó, su
homilía, cantar, que me apetecía mucho, unir mi voz a la de otros,
toda aquella paz y radiación energética que se expresaba a través
de mí, de mi misma piel.
Comulgo
descalza. Una pequeña recoge algo que se me cae de los bolsillos y
me lo da. No deja de mirarme a los pies. El recuerdo se irá con ella
y perdurará en su memoria. La fijación en su mirada me habla de la
impresión de ese momento. El suelo helado, yo cada vez más
vibrante. Bajo la cúpula nervada el baño de energía es grandioso.
El
simpático cura trata de estimular a sus convecinos para que el año
que viene abandonen los coches y se lleguen todos andando. Me parece
encomiable el intento pero sé, que a la mayoría, no los convencerá.
Incluso puede ser que todos los años lo intente. Me dirijo a él.
Tengo un encargo. Algunas personas que me han escrito quieren saber
cuáles son los requisitos para celebrar su boda en Eunate. Había
quedado en preguntarlo cuando llegara aquí. El simpático cura no
era el párroco de Muruzábal. No podía responderme a eso pero se
mostró encantado de invitarme al convite que se celebraba en el
exterior. Acepté sólo un vasito de Moscatel. Y estoy ahí,
integrada en la fiesta, reafirmando que mi tierra abre puertas y
rayando en la eudaimonia, hablando con dos que me están explicando
que Eunate es el centro geográfico de Navarra, cuando alguien a mi
lado me hace una pregunta y yo digo para mis adentros: ''¡Dios
existe!'' Es el peregrino que escribía en su cuaderno en el
albergue de la Roncal, tan radiante como yo, tan integrado en la
fiesta como yo, con su vasito de moscatel en la mano, que me fascina
con su sonrisa carismática y deslumbrante. Quería saber si podíamos
sellar en alguna parte. ''Ven, sígueme -le digo-, que yo
voy a intentar dormir aquí''.
Había
pensado ir a Obanos a comer y a pasar la tarde, a conocer Obanos. Y
había pensado volver a Eunate y levantarme a la hora que me diera la
gana. Hablo de la madrugada. Había pensado eso. Llamé a la puerta
del albergue, en teoría hospitalario, y nos abrió el francés.
''Queremos sellar''. Y, entonces, nos deja pasar.
-
¿Nos podemos quedar? -pregunto
-
No, no. Hoy imposible -dice el francés.
-
¿Y por qué hoy no? -insisto.
-
Porque hay una fiesta afuera y con todo ese jaleo pues no.
¿Y
eso qué tendrá que ver? No entiendo cuál es el problema. Pero el
problema sólo es que no le apetece que estemos allí. Sus motivos
tendrá y no nos ofrece ni enseñarnos la casa de Onat, aunque yo
muestro curiosidad.
-
Recuerdos de José el de Cizur Menor -digo por último.
-
Ah, sí, sí, gracias.
El
peregrino y yo salimos por la puerta. Pero no sé por qué en ese
minuto él ya se ha vuelto insignificante para mí. ''Un momento
-digo. Me he olvidado el bastón''. Y le deseo buen camino.
Llamo otra vez a la puerta del francés. Me deja recuperar el bastón
pero no se compadece de mí. Estoy hambrienta. Me encuentro bastante
desorientada. Otros peregrinos franceses me indican el sendero que
debo tomar para irme.
Admiro
a lo lejos la sierra del Perdón, los mástiles eólicos, el
recorrido que me inspira la felicidad. El tramo a Obanos
se
me hace durísimo. Sol y cansancio. En definitiva, el bajón de
carbohidratos. Sigo a un matrimonio con hijos. Y atravieso las
puertas de la Asociación San Guillermo, donde me sirven un plato
combinado con dos huevos, jamón, chistorra y patatas. Café, helado
con chocolate y dos vinos navarros. Todo por once euros. Son las dos
y cuarto cuando me acabo el café y saco la Moleskine. Escribo las
últimas notas. Pero me doy cuenta de que cada vez veo menos. Se me
han nublado las lentes de contacto, así que voy al baño y trato de
arreglarlo pero cuando abandono el local ya apenas veo.
Delante
de la iglesia de San Juan Bautista Lola diserta en inglés para
Manfred, un alemán. Lola debe ser una experta en arte y se percibe
que el arte la emociona. Entonces, ella que me pregunta algo. Y yo
que la saco de dudas. Señalo los ojos y le contesto eso de
''sorrybataidontespikinglish''. Y es que a ver, ¿cómo le digo en su
idioma que que no veo tres en un burro y que los estoy esperando para
que me hagan llegar a Puente la Reina? Y es cuando Lola se presenta.
Lola de Nueva Zelanda y yo la primera persona del Camino con la que
tiene la oportunidad de hablar en la lengua de sus ancestros: el
castellano. Tiene parientes en Madrid. Se pone muy contenta. Y
echamos a andar los tres.
Los
hago detenerse bajo el arco de salida y les señalo el símbolo, la
concha atravesada por la espada. Yo lo conocía porque otra Patricia,
una cántabra, a través de la red me lo había hecho llegar... A
Lola también le parece muy curioso. Habla conmigo, traduce para
Manfred.
Lola
me pregunta por las amapolas, quiere saber cómo se llaman esas
flores que nos acompañan por todas partes. Y yo, tan alegre que voy
con ellos, entre el vino de la comida y el moscatel de la fiesta de
Eunate, hasta le canto su canción. Lola me parece una mujer
maravillosa.
A
la entrada misma de Puente la Reina hay un refugio que pertenece a la
red de albergues privados, el Jakue. Ocho euros, te dan funda para la
almohada. Me quedo, quizá sintiéndome atraída por el patio, donde
veo sentados a la sombra a otros peregrinos. Lola y Manfred
continúan.
Conozco
a Dolores, está con su perra y con su hija. Hacen muy pocos
kilómetros cada día. Unos quince. Mañana tienen previsto llegar a
Lorca. La dificultad para ella estriba en encontrar alojamiento para
la perra.
En
el Jakue me cuesta dar con las habitaciones, las instalaciones son
bastante claustrofóbicas, modernas y mortecinas pero acabé dando
con un nicho en el que caerme muerta. Cuando voy deambulando por el
pasillo leyendo los nombres que les han puesto a los cubículos,
escucho: ''¡María!'' Era Alessandro. Yo creía que no le
agradaba pero de pronto me hace mucha ilusión serle simpática. Me
dice que mañana tienen que regresar a Italia vía
Pamplona-Barcelona, barco hasta Milán. Me ducho y decido pasar la
tarde con ellos. He perdido ya un calcetín.
Marian
y sus amigos se han apuntado a una excursión para visitar Eunate.
Pasaron de largo por la mañana pero el Jakue las ofrece. Ellos están
en el albergue de los Padres Reparadores. El albergue de los
Reparadores estaba muy cerca pero ya no me arrepiento. Me gusta ir a
pasar esta tarde con los entrañables sicilianos y de la otra forma
quizá no los habría vuelto a ver.
En
el albergue de los Padres Reparadores no entramos. Pero a Alessandro,
a Vincenzo y a mí, nos dejaron visitar el interior del claustro del
seminario. Había una magnífica exposición de cactus. Veo peyote.
Vincenzo trata de hacerme entender que si no fumara sería perfecta.
Sé lo que me quiere decir y lo tendré en cuenta... Penetramos
después en la iglesia del Crucifijo. Debajo justo de el crucificado
me miro a los ojos con él. Estoy recordando lo que un día
''imagine'' vivir... Dice Charpentier que nadie crea las leyendas,
que ellas mismas se crean… El crucificado es un Cristo gótico del
primer cuarto del siglo XIV.
Alessandro
y Vincezco son cariñosísimos conmigo. Me siento cómoda y tranquila
con ellos. Buscamos la parada del autobús. Tomamos café. No me
dejan pagar. Sostengo una conversación con Verónica, a través del
teléfono, la hija de Vincenzo. Verónica es muy agradable. Les hablo
de Laura y también de mí… ''Jugamos mi juego de energías''. A
Vincenzo le toca ‘El Loco’ en suerte, o podría decirse que en
gracia por el ataque de risa que le entra. Estará más de una hora
riéndose a carcajadas y pidiéndome que lo disculpe porque no puede
parar. A mí no me importa, me encanta que la gente se ría, que se
ría todo lo que pueda, que se ría más, todavía, si cabe.
El
ataque a Vincenzo le ha dado porque en Sicilia loco viene a ser
tonto, como el tonto del pueblo. A Alessandro el Tarot le escama un
poco. Él extrajo del mazo La Rueda de la Fortuna, el arcano X. Y a
mí, que me han hecho sacar una, mi mano me ha premiado con La
Estrella. Me han preguntado por su significado y, sin duda, dicen que
es la que me corresponde. Ha sido bonito. Pero mis cartas no se irán
con ellos.
Recorremos
el pueblo, la calle Mayor, visitamos otra iglesia, la de Santiago, y
vamos en dirección al puente. La temperatura de la tarde es
agradable. Ahí hay un intento de lectura de mi Moleskine, de la
historia que José Luis el de El Tremendo me ha contado acerca de la
leyenda del puente. Yo menciono lo que se del txori. Nos entendemos
bien, ellos a mí y yo a ellos pero no llegamos a hablar de guerras
carlistas. Cuando Alessandro y Vincenzo están en presencia de otros
italianos hablan en siciliano, dicen, para que estos no puedan
comprenderles.
Les
propongo tomar un vino. Los sicilianos quieren cenar pero son sólo
las seis y media. Al final, el vino nos lo tomamos mientras charlamos
animadamente de música, jazz, Count Basie, Tom Dorsey, Duke
Ellington, y de libros. Ha sido Kerkeling quien les ha arrastrado
hasta aquí: ‘Vado a fare due passi’. De actores y autores. El
dueño de la sidrería Ilzarbe se ha operado el brazo derecho.
Conmigo es complaciente, quizá porque se alegra de que alguien le
hable en su idioma. Por la perra de Dolores reconozco a la hija.
Al
final hay que decir que el dueño se ha comportado como un capullo
integral con mis amigos, que estaban hambrientos. Han llegado los
primeros y se les ha puesto el plato delante los últimos. Vincenzo
se ha disgustado y por eso hemos terminado muy tarde. Al final yo
también me animé a cenar el menú peregrino, ensalada, chuleta de
cerdo, natillas, nueve euros que no pagué, porque ellos se empeñaron
en invitarme y por ser ellos acepté.
.
Era
noche oscura cuando nos recogimos. Vincenzo me regaló sus pinzas de
la ropa y si no soy tajante me regala también sus calcetines.