jueves, 1 de octubre de 2020

 

La mochila la había adquirido meses antes, igual que el saco de dormir, la capa de la lluvia, y el bastón que olvidaré sobre la mesa, en la que también me desprenderé de las llaves. La mochila no llevaba ninguna concha sino una flor de marihuana sobrehilada. La mochila debía de pesar unos diez kilos. Y en cuanto me eché a andar con ella tuve la sensación de que no lograría mi objetivo pero me equivocaba. A ese peso me iba a terminar por acostumbrar pronto. Moverse con la mochila es algo natural.


Aún no eran las cinco de la mañana cuando descendía por la calle e iba en busca del piso del señor Palmer. Hice sonar su timbre. No habíamos quedado en nada pero yo había decidido improvisar. Si teníamos que hacer el amor eso sería en ese momento. Habíamos estado cruzando mensajes hasta la tarde del día anterior, cuando yo encendí velas negras y mi cuarto se pobló de sombrías telarañas. En mi delirio las aluciné mágicas. La profecía de un encuentro venturoso, a pesar de lo tétrico de su apariencia. ''Vivir, ser feliz, experimentar la dicha'', eso aseguraba querer el señor Palmer. Pero estoy ahí y él no me abre la puerta y la madrugada está fresca, así que me siento sobre mi mochila y para entretenerme escribo alternativamente mensajes tanto al señor Palmer, como a Avril Lesavant.


''Pasamos por la vida y las cosas que nos importan en realidad son mínimas: la subsistencia, el auténtico amor y la lucha''.


''Lo que nos gusta conocer no son las historias que llamamos oscuras, que salen a la luz. Lo que nos atrae son las historias secretas, que se comparten.''


A cierta hora llega un vecino que me halla ahí y al que yo saludo pero lejos de responderme sólo me mira con desconfianza. Espero -para mis adentros- que eso no sea un avance de lo que habré de encontrarme durante el viaje. Son ya cerca de las ocho cuando el señor Palmer asoma por la puerta y lo conozco, después de tantos años, como Laura me ha contado que es él cuando se enfada. ''¿Qué haces ahí? -me pregunta. ¿Y cómo se te ocurre llamar a esas horas a mi casa?'' Pero me dice María y no Carmen. ''Tú ya sabes cómo soy -le digo. ¿O esperabas que el mío fuera a ser un Camino normal?'' A eso niega con la cabeza, amenazando irse pero no se va. Entonces, yo saco de mi bandolera un saquito de color sangre y le digo: ''Venga concéntrate y toma un arcano''. Y aunque parezca increíble, él acepta la propuesta y lo hace y cuando lo hace yo palidezco al mostrarme la carta. Era el arcano de La Torre, la carta de la catástrofe. Si hubiera sido un Tarot de Marsella habría sido La Maison de Dieu pero este que llevaba conmigo era un Tarot Rider-Waite. En cualquier caso el arcano número XVI. El señor Palmer también lívido observa: ''Esto no puede significar nada bueno''. Trato, entonces, de tranquilizarlo mientras me pongo de pie y comenzamos a movernos. Me dice que Laura lo ha llamado porque se ha despertado con un dolor en las cervicales. ''¿Vas a ir a verla?'' -me pregunta. Y yo le respondo que al menos lo voy a intentar. Pero muy en mi papel de psicomaga, le pido que me muestre el arcano y, en medio de la calle, delante de la casa de su madre, realizo una coreografía en la que trazo, con mi cuerpo, una estrella de cinco puntas, asegurándole que con ello he anulado cualquier potencia maléfica que se desprenda del arcano. Así de chiflada estoy pero porque él tampoco deja de ser supersticioso. Y es cuando alcanzamos el portal de Laura y nos despedimos ahí, él aún agrio, es para mí la representación misma del arcano.


Así que llamo al timbre y es con Laura con quien hablo, que se estará preparando para ir al instituto. Le pregunto que si puedo subir a verla y me dice que sí. Son ocho pisos sin ascensor porque está estropeado y cuando llego arriba estoy chorreando sudor por el esfuerzo. Laura me recibe y vamos a su habitación y le anuncio que quiero jugar un juego con ella y ella acepta. Así que materializo un círculo con mi Tarot en el que Laura queda dentro y le pido que pise uno de los arcanos y el que pisa es el de La Emperatriz, la inteligencia, el arcano número III, que le pido que conserve. También le pregunto que si puedo conocer a su hermano mayor. Y ella grita: ''Riki, ven que te voy a presentar a una amiga''. Riki también consume las mismas drogas que Laura pero de él sus padres no desconfían. ''Toma -le digo. Elíge lo que que quieres quitarle a tu hermana''. Riki, que se prepara para ser abogado, duda. Pero yo le ''confío'': ''Tu padre también tiene uno'' y Ricki, aunque no da crédito, se lleva consigo el arcano de El Juicio, el número XX. En su sentido más positivo el comienzo de la anábasis. Y de algún modo, simbólicamente, esas son las cosas que yo dejo atrás al abandonar la ciudad origen.


Para realizar este tipo de juegos hay que tener valor y hay que estar dispuesto a interpretarlo en positivo, porque si no uno se sugestiona y puede dejarse condicionar demasiado por ello. El Tarot es un juego que fomenta la intuición.


Mientras bajamos por las escaleras Laura me confirma que en la actualidad las relaciones con su padre son inmejorables. Yo le hago una nueva confidencia, antes de este día le he hecho otras... Le digo que estuve en el piso de su padre y que él fumó cannabis. Al principio Laura no me creyó pero cuando le conté de que habían estado hablando ellos, cuando ella lo llamó, no le quedó duda alguna de que le estaba diciendo la verdad. Y entonces me hizo la pregunta clave: ''¿Y cómo es mi padre cuando fuma?'' ''Maravilloso, Laura, maravilloso. Es un hombre como para enamorarse de él''.

 

8h56min. ''La conductora del alsa es la primera persona que hoy es auténticamente amable conmigo en esta ciudad'' -escribo en la Moleskine, una de tamaño cuartilla que también guardo en la bandolera, que por eso tiene un peso considerable.


A la llegada a la ciudad de Falbalá me refugio en la confitería Cortina. La sensación es la de estar desolada por dentro. Pido que me envuelvan dos pinchos de tortilla y un pastel. A las 10h15min. ocupo el asiento 7 -A- en el coche cuatro con destino a Madrid.


Hasta León miro a ratos una película de galeones hundidos. En León me desorienté pero tuve suerte al preguntarle a Jorge de Gijón, que acababa de llegar de La Graciosa, y se dirigía a Roncesvalles. No digo como yo porque yo sólo lo decidiré en ese momento. Hasta ahí mi destino tanto podía haber sido Jaca como Roncesvalles. Había estado leyendo a Juan G. Atienza y este en alguna parte dejaba dicho que Jaca significaba seguir el camino de la vida y Roncesvalles el de la muerte. Pues bien, yo iba a seguir el camino de la muerte. En León la plaza la tenía en el vagón tres y el asiento 16 -A-.


A las 13h33min., al paso por Sahagún, al divisar el ladrillo de su románico-mudejar, me pregunté cuándo alcanzaría ese punto pero debí haberme preguntado más bien cuántas veces...


A las 15h02min. nos encontrábamos en la estación Rosa de Lima, en Burgos. Y a partir de ahí fue cuando me entretuve con 'El prado de las estrellas'. Una película escrita y dirigida por Mario Camus. Y cuando aparté los ojos de la pantalla lo que vi fue, si mal no recuerdo, la iglesia del Santo Sepulcro de Estella. Uno de los lugares del Camino con los que había soñado. Y por tanto relevante para mí.


A la llegada a Pamplona Jorge y yo nos buscamos. Cuando habíamos decidido tomar un taxi hasta la estación de autobuses, conocimos a Guillermo de Vigo que se nos unió. Guillermo era encantador, tenía una sonrisa que invitaba a la amistad, y estuve a punto de seguirle a Saint-Jean-Pied-de-Port pero hubiera sido una locura porque en lo físico apenas me había entrenado. Los últimos días habían sido como habían sido y eso no me dejó tiempo para andar tanto como tenía previsto. Nos tomamos un café en la estación y nos acercamos a la ventanilla de la Montañesa para sacar los billetes. Yo me separé de Jorge y Guillermo cuando hubo que meter la mochila en el portaequipajes. Éramos muchos los que queríamos subir a Roncesvalles y daba la impresión de que para todos no habría plaza. El viaje fue mareante y llovía. El autobús iba atestado. Yo en el único que me fijé fue en Thomas. Un muchacho rubicundo que emanaba algo calurosamente humano.


A las siete y media, divisando las montañas nevadas, me resigno a quedarme en Roncesvalles. Mi camino es posible que no hubiera llegado a ser ni Camino de haber seguido a Guillermo en su aventura, que tuvo que tomar un taxi en solitario.


Por esa época fumo Royal Crown y dejo que todos me adelanten en la fila para sellar la credencial. En realidad, las filas son dos, y evolucionan a lo largo de la mesa. Hay que cubrir una especie de encuesta. La cama son seis euros. La de Jorge, en cambio, son cuarenta porque dice que va a darse un homenaje por ser la primera noche y va a dormir en La Posada, el primer edificio civil de Roncesvalles.


En el albergue Itzandegia dos holandeses te conducen hasta tu litera y te facilitan una almohada que al día siguiente habrá que dejar en el mismo lugar. A mí me ha tocado una cama alta pero mi vecina, la del sombrero vaquero, me asegura que me puedo pegar mucho a ella, si es que me da miedo caerme. Y a las carreras para reencontrarme con Jorge, aunque luego los dos volvemos a apurar unas caladas rápidas delante de la puerta de la colegiata, cuando la misa ya ha dado comienzo. Empujamos la puerta y trasladándonos por un lateral dimos con dos sillas vacías. Los canónigos se abrieron paso hasta el altar con un cántico espiritual. Mis grillos y cigarras se hicieron más intensos y se acoplaron en estéreo como si me encontrara en plena naturaleza. Como la mañana en que me baño en Requexinos desnuda un día de Navidad. Creo que digo que ''la misa era para el alma, que aunque pagana comulga con los ritos de cualquier otra religión o espiritualidad''. Jorge, cuando nos pidieron que nos diéramos la paz, me dio un abrazo como los que yo acostumbraba a darle a mi madre. E indudablemente fue emocionante cuando se nombraron todas las nacionalidades y regiones españolas y nos pidieron a los peregrinos que nos acercásemos al altar para recibir la bendición peregrina. ''Un sacerdote fijó su vista en mi piedra, el cuarzo que llevaba colgado del cuello, y sus ojos reflejaron su tacto rígido mientras su faz era adusta. Luego, no sé por qué, miró a mis ojos y los suyos se dulcificaron''. Yo pedí ser protegida. Pedí que nada de lo que sucediera en el Camino dañase mi cuerpo, mi alma o mi espíritu. Jorge, al final de la misa, me sugirió que fuéramos a cenar algo juntos a La Posada. A ninguno nos apetecía un menú, así que no pasamos al comedor, y conseguimos dos asientos en el bar, donde engullimos sendos bocadillos de tortilla, él con una cerveza y yo con un vino. En seguida se nos presentó Pablo, un australiano de origen español al que no le presté demasiada atención hasta que mencionó 'El día de la marmota', película que de aquella no conocía pero que será, es posible, la película que, desde entonces, haya visto más veces a lo largo de mi vida. A excepción de 'Milou en Mayo'. Yo con 'El día de la Marmota' voy a llegar a proponer algo interesante en el Camino del personaje. No sé si Adso lo aprobará, porque él siempre está pensando en el ''mensaje'' pero es que el ''mensaje'' soy yo. Mi particular manera de ser, porque lo cierto es que no creo que muchos esquizoides se hayan animado antes a abrirse y a franquearse como son.

 

Cuando Pablo nos dejó solos, Jorge y yo, frente a una taza de café, comenzamos con las confidencias. Jorge estaba en el Camino para replantearse su vida. Acababa de salir de una relación. Yo le hablé del problema de última hora que cargaba conmigo en la mochila, de Laura, a la que sus padres no consintieron acompañarme, pese a que sus estudios hacían agua, y a la que el entorno juzgaba de forma muy dura, equivocadamente. Lo que yo había planteado era conocerla en libertad y averiguar hacia donde fluían sus inquietudes, cuál era su curso natural. Porque tal vez si las drogas la estaban seduciendo eso era porque ella no había descubierto más motivación que las sustancias. Yo la había visto acercarse al señor Palmer y pedirle que dieran una vuelta. Sin embargo, el señor Palmer prefería quedarse sentado en la terraza del bar, leyendo el periódico. ''Llévatela equis, llévatela lejos, múdate con ella a otro país, haz porque Laura tenga mundo'' - había tratado que él comprendiera. Entonces -le explico a Jorge- se me ocurrió este juego de energías, desprenderme de los arcanos durante el viaje, con personas que fueran representativas de algún punto importante del mismo. La idea original siempre fue recuperarlos viajando con Laura, en procura de volver a reunirlos. Jorge aprobaba mi propósito y aceptó introducir su mano en mi saquito de seda. Y lo que me mostró fue El Ermitaño, el arcano de la introspección, el número IX, un anciano vestido con hábito, con un báculo y un farol, que habló a mi corazón y le dijo a mi alma que guardara silencio, depositando en ella la semilla de su secreto. De todos modos Jorge esperaba algún tipo de aclaración por mi parte. Así que le dije que el arcano sería para él como un amuleto o un consejero, y que no se preocupara tampoco si por alguna razón lo extraviaba. ''El ermitaño mira hacia si mismo. Creo que el tuyo será un camino solitario''. A lo que Jorge asintió.


Jorge y yo nos intercambiamos los teléfonos. Y yo le pedí que me escribiera algo en la Moleskine. Él dibujó una taza de café como la que teníamos delante, muy parecida a otra que yo había dibujado en el cuaderno del alma de Miora. Taza sobre la que escribí ''La muerte es un apogeo''. Jorge me acompañó hasta el albergue Itzandegia, ya que le apetecía conocerlo. Bajamos las escaleras que nos llevaron hasta los baños y la sala de Internet, donde había libros, algunos móviles cargándose y una estantería con camisetas, sudaderas, calcetines, chanclas, cosas olvidadas o dejadas ahí. Luego nos despedimos y yo intuí que, al menos durante el Camino, no volvería a verlo.


El Itzandegia cerraba sus puertas a las diez de la noche pero a las nueve y media ya se apagaron las luces. Habían prendido incienso. Me tomé un Myolastan (llevaba más de un año sin consumirlo reservándolo para este momento) mientras me lavaba los dientes. A mi vecina, con bastantes más kilos encima que yo, le costó su buen esfuerzo incorporarse sobre su catre. Me dijo que ella y sus hijas, como no tenían tiempo para aclimatarse, habían decidido servirse del transporte de mochilas. Así que al día siguiente andarían sin peso. En cuestión de minutos se obró en el Itzandegia un hermoso silencio. Éramos más de un centenar de personas y la consideración resultaba impactante. Yo había advertido a mi vecina que iba a roncar de forma inevitable. Lo sabía porque me había grabado durmiendo en algunas ocasiones y en todas mis ronquidos me avergonzaron, previendo este día. Desperté muchas veces a lo largo de la noche. Abría los ojos y volvía a dormirme. No podía relajarme encontrándome a esa altura del suelo pero el silencio seguía siendo igual de hermoso.

 

Antes de las cinco de la mañana ya había movimiento de gentes en el Itzandegia, algunos ya estaban vestidos y recomponiendo las mochilas, aunque la inmensa mayoría aún dormía en el interior de los sacos. Yo continuaba aferrada a mi bandolera, por el dinero y las tarjetas, donde también guardaba una pequeña luz roja que me sirvió para saltar sobre mis zapatillas. El disgusto por lo sucedido con el señor Palmer todavía me duraba. Y cuando me senté en el interior del váter me llevé un buen susto. Sobre el rollo de papel vi mi neceser. Afortunadamente somos animales de costumbres y se me ocurrió entrar en el mismo váter que había ocupado a la noche, después de lavarme los dientes. El neceser era ligero pero una vez repleto debía pesar sus buenos dos kilos. Tampoco pude hacer de cuerpo, aunque no me experimentaba tan incómoda como la última mañana de Madrid.


Aprovechando que me encontraba sola comencé a escribir una historia para Laura en el libro de peregrinos. Una historia de la que esperaba que ella y yo pudiéramos ir en busca con el paso de los años. El relato de cómo había llegado a conocerla y de cómo me había enamorado de su padre, el señor Palmer. Luego saqué un café de la máquina. Se escuchaban cantos gregorianos y habían encendido nuevas barritas de incienso. Salí a fumar y me mojé bajo el orballo. El día estaba muy encapotado y tenía pensamientos lúgubres acerca de Avril Lesavant, pensaba que todo había acabado. Aún así le escribí un mensaje antes de las seis y media de la mañana, felicitándolo por su cumpleaños. Esperaba que le hicieran entrega a tiempo de mi regalo, un bello libro de emblemas que había descubierto una mañana de noviembre. Y cuyo creador era el médico y alquimista alemán Michael Maier, 'Atalanta Fugiens' (1617). En sus herméticas páginas habitaban las partituras de 50 fugas. Quería transmitirle esa metáfora. Yo pensaba, al principio, que eso sería mi camino.


Me costó introducir el saco en la funda pero el orden de la mochila era perfecto, aunque el tiro de las correas todavía no. El francés parece la lengua dominante. No descubro a nadie hablando en español. Me experimento muy perdida y con todas las dudas del mundo. Voy a despedirme de Roncesvalles y es como haber estado sin estar, porque me marcho sin haber escudriñado cada uno de sus rincones. Tengo que pedir ayuda para colocarme la capa, tardaré en hacerme con el manejo a causa del volumen de la mochila. Salgo detrás de unos. Esos van por la carretera. Yo tiro por el Camino. No sé que eso que atravieso es el bosque de Sorginaritzaga, el robledal de las brujas. Pronto me dan alcance Isabel y Miguel, dos cuñados que han estado entrenándose cada día y que llevan un ritmo muy vivo. Vamos tan rápido que yo ni siquiera llego a ver la cruz de Roldán. Y en seguida nos plantamos en Auritz/Burguete.


Emilia González Sevilla dirá en su libro sobre el Camino que Auritz puede significar lugar dorado o balbuceo. Balbuceo creo que es apropiado para los primeros compases de un viaje. Obsérvese que yo no pretendo en ningún momento hacerme pasar por una peregrina, aunque más adelante me lo llamen. Los cuñados y yo no nos detenemos en el primer bar que vemos abierto. Yo lo hago delante de la portada renacentista de San Nicolás de Bari, que es obra de Juan de Miura. Accedo al interior y una mujer que está componiendo el arreglo floral me desea mi primer ''¡Buen Camino!''. Los cuñados me estaban esperando fuera. Y juntos nos adentramos en el bar Frontón. Ellos se tomarán un café con magdalenas en la barra. Yo me sentaré en una mesa y me servirán un bizcocho de chocolate con el café. La voz interior, la de la soledad como ananké, dirá: ''¡No compromisos!'' La voz interior es la voz a la que uno debe obedecer. Es un pensamiento, no sé si un eco del pensamiento como lo llaman los psiquiatras, no es ninguna voz, es una manera de hablar para entendernos. La voz interior también le ruega a Avril Lesavant: ''¡No por compromiso, por favor! No me respondas por compromiso, por favor.''


Me dispongo a escribir en la Moleskine cuando los cuñados ya se hacen cargo de que yo voy a tomarme las cosas con más calma y se despiden y entra Diego con su sombrero. Ahora lo llamo alegremente Diego pero en el Camino me va a costar mis buenos kilómetros recordar que ese es su nombre. Diego se sienta frente a mí mientras yo me pido otro café y él me explica que es de Granada y que ha llegado a Roncesvalles haciendo autostop desde Pamplona. La dueña del Frontón, que es argentina, me pone el libro de peregrinos en las manos y yo continúo dirigiéndome a la Laura futura. Después voy al baño, que está en el exterior del bar, pago y me despido de Diego con una sonrisa. Ya he percibido que él muestra un interés por mí que yo no tengo por él pero todavía no experimento una molestia excesiva.


Cuando ando por esa calle desangelada, en este día frío y oscuro, recibo el mensaje de Avril Lesavant. Es sólo una sonrisa pero entonces pienso que debe haberme perdonado los SMS que le hago llegar a tempranas horas desde el portal del señor Palmer, y todo lo demás... todas las veces que he tomado su teléfono y su correo al asalto. ''¡No por compromiso, por favor!'' -me repito. Y no creo que él lo haga por compromiso, creo más bien que esa es una lección que yo aún debo poner en práctica.


A los cuñados les dije que me llamaba María, y también a Diego, y aquí vuelvo a repetírselo a estos compañeros: Cefe y Luis. Había experimentando, de nuevo, el temor a perderme y estaba corriendo demasiado. Cefe dice que es psicólogo, yo lo encuentro sagaz y a Luis jovial. Cefe es un entendido en flores y me da a probar las del espino blanco. A los dos minutos, tras recortar muérdago, estamos discutiendo acerca de la espiritualidad pero es demasiado pronto para que yo me haya formado un criterio acerca de ello y, además, a lo que he ido al Camino es a perder de vista la mente: quiero ser mi niña interior. En ese momento nos sobrepasa Diego que me saluda: ''Acabas de llegar y ya conoces gente'' -observa Cefe. Andamos juntos hasta la fuente de Espinal, ellos me han tomado fotografías salvando los preciosos puentes de los arroyos...''Si me quedo con este hombre aprenderé tanto'' -admite una parte de mí. ''Pero para aprender son necesarias horas de dedicación y si me apuras de soledad'' -es la respuesta de reconocimiento de la situación que valora la otra parte, a quien le sobra Luis. O eso creeré yo hasta cierto momento del Camino.


Hemos sobrepasado Espinal cuando Cefe recorta una rama de avellano para hacerse un bordón. Luego -nos avanza- la tallará. Yo valoro que no es galante, porque no corta una para mí. Yo tampoco lo hago. Hay en ese trecho un momento del paisaje que querré recuperar. Cuando superamos esa subida, la que conduce al alto de Mezquiriz. Ellos se detienen con una mujer con la que han estado cenando la noche anterior. Se llama Isabel, es madrileña y se está curando los pies. Yo aprovecho ahí para volar. Voy haciéndome amiga de la mochila. Los portillos se suceden. Y el terreno se vuelve escabroso. El barro es mucho y yo iba demasiado rápido para no patinar. La rodilla se me retuerce al límite. Procuro recolocármela en caliente. Me digo: ''No has empezado y ya vas a acabar''. Me tortura esa idea. Agarro un palo del suelo, está lleno de musgo y me pongo la mano perdida. Los pantalones están hechos un asco. Un francés llamado Jacques tiene un gesto muy bonito. Me pone otro palo en las manos y arroja el mío lejos. Pero este que me da tampoco le ha debido convencer y a los pocos minutos me lo cambia por otro.


En Viscarret/Guerendiáin comienzo a andar con Diego. Es conductor de ambulancias y le gustan las historias orientales. Es un buen narrador y yo asisto al inicio del mundo y a una batalla entre dragones pero, de pronto, me está diciendo que antes de salir de Granada le echaron los cartas y las cartas le hablaron de una asturiana que iba a conocer. Yo inmediatamente le informo de que estoy en el Camino porque ando celebrando un cumpleaños y me he puesto en el Finisterre esos ojos... Diego se da por aludido y regresa al terreno de los mitos. Pero ahora me está contando uno que conozco, es el que el Platón de 'El banquete' pone en boca de Aristófanes...


Cuando llegamos a Linzoáin le digo a Diego que yo me lo voy a tomar con más tranquilidad, que se adelante. Diego no insiste y me precede en la subida al alto de Erro. El sol asoma y a mí me mejora el ánimo. Aprovecho para volver a ajustar los correajes de la mochila. Y descanso un buen rato en ese banco. Durante la subida he de detenerme varias veces. Jacques me ve sentada sobre mi mochila, fumando, y risueño cruza conmigo unas palabras que eran de aliento. Estuve a punto de perderme pero un ciclista que llevaba a rastras su bicicleta me regresó a la vía. Al coronar Diego me estaba esperando. Voy con los oídos que son puro trino. Le explico a Diego que escucho el sonido que los místicos sufíes llaman <<dzikr>>. Irina Tweedie lo menciona en 'El abismo de fuego'. De la marihuana también hago mención. Pero aquí ya percibo que Diego comienza a desconfiar. Sólo me queda ofrecerle que juegue mi juego. Él ahí dice que lo hará pero sólo si nos volvemos a encontrar. Entonces, ahí yo ya pienso que es mejor que no. Un águila no deja de dar vueltas sobre nuestras cabezas.

 

Dejé que Diego me sacara algo de ventaja. El descenso del alto de Erro, que me pareció un descenso infernal, iba a conducirme al límite de mis fuerzas. Sin embargo, el sonido era cada vez más maravilloso. Me experimentaba, por completo, armonizada con la naturaleza. Entonces mi visión acerca de los últimos acontecimientos sucedidos en la ciudad origen se transformó. Me refiero en concreto a lo ocurrido con el señor Palmer, a nuestra despedida. Si hubiéramos hecho el amor lo más probable es que, en ese momento, yo tuviera la cabeza repleta de fantasías. Y de lo que se trataba era de que me adentrase en la realidad, de que la asumiera. Porque hasta que no me librase de las ilusiones no encontraría el camino, bien fuera este a la relación o bien fuera a la soledad.


Cuando cruzo el puente de la Rabia, en Zubiri, la capital del valle de Esteribar, creo que no puedo dar ni un paso más. Aún así ando en busca del refugio municipal, que se localiza en las antiguas escuelas, y no me detengo frente al albergue privado. Las indicaciones, al llegar allí, las recibo de los mismos peregrinos, el hospitalero brilla por su ausencia, que me quite las botas y que coja una cama. Elijo una en una esquina, y como soy de las primeras en llegar, la de abajo. Entablo conversación con el compañero de la cama de al lado. Es un joven muy agradable aunque, pese a lo que él les comenta a sus amigos, yo ya sé que no vamos a intimar. En el exterior hay una fuente donde podemos despojar a las botas de su barro. Alguien me comenta que si tuviera un cepillo podría ir al río. Me conformo con doblarme los pantalones hasta la mitad del muslo y me doy a la tarea. En esa postura forzada la rodilla no deja de dolerme y pienso que cuando se enfríe no voy a poder caminar. El cansancio físico es tan grande que la cabeza no me rige. Las duchas y los baños están en otro edificio y tengo que dar varios paseos porque me olvido de las cosas. Las duchas son comunitarias y no hay cortinas. Una joven francesa se rasura con una cuchilla, lo hace con pericia pero al final se corta y no deja de sangrar. Es ella la que me comenta que en lugares así hay que aprovechar. Es obvio lo que quiso decir.


Ahí conozco a Mari Carmen de Zugarramurdi, cuando en el lavabo no deja de teñirse el agua de chocolate, porque mis pantalones están hechos un asco. Mari Carmen es dicharachera y amistosa y me presenta a sus compañeros, Arantxa y Txomi, al que en seguida le regalo media pastilla de jabón (cualquier cosa por aliviar el peso de la mochila) y le ofrezco darle un masaje en los pies con viks vaporub. Txomi tiene unos ojos mansos y dulces. Y aquí me inclino por la relación.


El hospitalero asoma, es extranjero y muy poco comunicativo. Pago la estancia y sello la credencial y aunque parezca raro descubro que aquí no hay libro de peregrinos, así que no podré continuar con mi relato.


El sol tiene fuerza. Suponemos que la ropa va a secarse. Andamos por la calle desértica. Esta parte de Zubiri es desabrida. Decidimos comer en el bar Bassari. El menú que tiene un precio de once euros, pasta, pollo y macedonia, es escaso. Comemos con un matrimonio que los de Zugarramurdi conocieron en Roncesvalles. Ella está infiltrada de la rodilla y viaja en autobús. La conversación es banal y agradable. Al Bassari también arriban Cefe y Luis que arreglados parecen habitantes de ciudad. Nosotros a tomar el café vamos al bar del Polideportivo, donde se puede fumar. Gracias a la amabilidad manifiesta de mis compañeros que, aunque no fuman, son comprensivos.


Ahí estoy dándome un masaje en la rodilla por más de una hora. Lo hago con mis dedos y la punta del cuarzo que es capaz de alcanzar todas las fibras. Y mi rodilla mejora. Mis compañeros hacen que me fije en un peregrino que tiene un tobillo como un bote. Creo que piensan que debo ofrecerme a darle un masaje pero este se concentra en su portátil, que ha debido cargar en su mochila. Yo les digo enigmática: ''Las cosas, como a mí, deben estar hablándole''.


Cuando estoy sentada en los bancos del albergue veo venir a Miguel e Isabel. Gran alegría que exhibimos por encontrarnos de nuevo, como si fuéramos grandes amigos y aunque sólo hemos coincidido durante algunos minutos. Ellos me comentan que estaban lavando sus botas en el río cuando me vieron cruzar el puente, hasta el que ahora vamos paseando. El puente de Zubiri, que significa concretamente el pueblo del puente, es el único encanto de Zubiri. En Zubiri, como en Margeliza, en Toledo y en Portugal, a cuatro kilómetros de Coimbra, se cree que están enterrados los restos de Quiteria, una joven martir que vivió a caballo entre los siglos I y II. Los restos de Quiteria se supone que están enterrados bajo el pilar central del puente de la Rabia. Y los aldeanos según la leyenda confiaban en su taumaturgia. Lo resumo así porque en estas cosas no quiero extenderme...


Con Miguel e Isabel voy a tomar otro café. Y después andamos en busca de una tienda en la que compro media barra de pan, algunas lonchas de queso y un kiwi. En el albergue Zaldiko en vez de llave tienen una clave para entrar. Allí le estaré dando durante media hora un masaje a Isabel en su espalda, en un dolor que la aqueja. Yo sólo le pido una crema hidratante, que se relaje y que se olvide de mí. Escapo luego como puedo y me acerco hasta mi saco. La del sombrero, la que dormía a mi lado en Roncesvalles, ha llegado a esas horas, porque al final no se decidieron a utilizar el transporte de mochilas, y con los pies destrozados por las ampollas. Lo que implica que tenga que abandonar. ''En el Camino cualquier aventura imaginaria se rompe tras algunos kilómetros''.


Ahí veo algo a lo que me cuesta dar crédito. Es un niño de menos de tres años corriendo descalzo, vital y feliz. Es el peregrino más joven que he visto. Y me pregunto como la madre, casi una niña también, ha sido capaz de arrastrar ese carricoche hasta aquí, y que hay de consciencia y de inconsciencia en todo ello.


Dando otro paseo (en el Camino las tardes pueden llegar a ser infinitas) coincido con Cefe en el exterior de la iglesia, que fue cuartel durante la guerra carlista, y sus ojos me reciben con agrado. Hablamos de libros, de Yalom y de Hadaly, de ferias artesanales, de cuernos de cabra y de los filos de las navajas, del granito y de mi cristal, de la credulidad y la incredulidad y me parece, entonces, un sueño hermoso estar en Zubiri, en este asiento, fumando con moderación y confiándole a Cefe mi miedo más próximo, que poder volverse loca sea tan sencillo. ''Siento como una esperanza en esa salvedad de la tarde''. Aquí aparece Luis pero lo llaman por teléfono. Se le percibe contento o nervioso. Uno estaba esperando al otro para ir a cenar.


Estoy a punto de hablarle a Cefe de mi juego cuando unos extranjeros nos ofrecen vino y Luis finaliza su conversación. Yo casi aborrezco el momento, porque se rompe la magia. ''Dentro de los párpados la noche comienza a pesar''. Ya me muevo en dirección a mi descanso cuando me cruzo con Txomi que va andando por la otra acera. Txomi levanta la mano, la sonrisa, el ánimo. La ropa se ha secado. Y en mi saco escribo algunas palabras. Estoy dormida antes de que apaguen la luz.

 

La segunda jornada comienza conmigo despertando a las cinco de la mañana. Y quince minutos más tarde ya estoy desayunando bajo la llovizna con un refresco de cola, el pan, el queso y el kiwi. Se han encendido las luces cuando conozco a la que ha sido mi compañera de litera superior, Françoise, que habla lo que ella llama su espagnolo, y que me dedica una sonrisa preciosa, antes de volver a acurrucarse en su saco para seguir durmiendo durante algunos minutos más. Arantxa y Mari Carmen van en busca de la sala de Internet para tomarse un yogur. Yo estiro, la capa es obligatoria, el calabobos no cesará en los próximos quince kilómetros. A las seis y media nos ponemos en marcha. La salida es por el puente de la Rabia. Momento en que comienza el parlamento con mi dolor.


Mari Carmen es la que tira y yo tampoco lo hago mal. Pero cada vez que Arantxa menciona el nombre de Mari Carmen a mí se me gira el cuello. Me siento como una impostora y Arantxa nunca calla. El barro sigue siendo el protagonista. Dejamos atrás la fabrica de magnesitas e Illaraz y Esquiroz.


Un centenar de metros antes de cruzar el puente de los Bandidos, del siglo XIV, nos detenemos con un suizo y con Ángel de Madrid. Ángel adivina en cuanto abro la boca que soy asturiana. Dice que canto. Cerca de la iglesia hacemos una parada con otro peregrino. Este está indignado. Cuando llegó el albergue estaba cerrado y tuvo que resignarse a dormir en un hostal, cama por la pagó un precio que le resultó abusivo.


Yo no llevo guía alguna conmigo pero he estado leyendo muchos diarios peregrinos y ahí me acuerdo de Santiago Zubiri, el que fue alcalde de Larrasoaña durante cuarenta años. La misma Larrasoaña que se menciona en el 'Liber Peregrinationis'. Santiago Zubiri un enamorado del Camino. Tanto que le dedicó un museo.


Mientras andamos en busca de Casa Sangalo no dejamos de admirar las casas blasonadas y sus balcones. A mí Sangalo me para los pies en seco, aunque luego me invite al café, porque dice que voy demasiado acelerada. Yo me sonrojo pero a Mari Carmen la deja pálida. Sangalo era seco pero guasón y, después de la primera impresión, muy acogedor. Ya está muerto.


Habíamos dejado las capas y las mochilas fuera, bajo techo. Txomi con el bocadillo de chistorra se pide un vino, algo que a mí a esas alturas del Camino, por las horas que todavía eran, casi me pareció ''sacrílego''. Pero costumbre que pronto he de heredar. Los de Zugarramurdi hablan de Zugarramurdi. Yo me fijo en un cuadro que me parece una maravilla. Lo pintó un peregrino japonés. Ángel de Madrid me pide, como Avril Lesavant, que no cambie nunca, que nunca pierda mi encanto. En sus ojos se refleja la tristeza cuando Mari Carmen le hace una pregunta que no llego a escuchar. La despedida de Ángel y del suizo, con el que ni siquiera hemos cruzado más de tres palabras, es entrañable.


Salimos de Larrasoaña en dirección a Akerreta. Arantxa me explica que en Burgos dejará el Camino porque tiene que asistir a una comunión. Indudablemente Arantxa está más dotada que yo, ya que es capaz de hablar y andar veloz al mismo tiempo. Entre la capa, el pañuelo que llevo por la frente y que me tapa los oídos, y la lluvia, que a ratos es bastante más que un calabobos, la mitad de sus palabras se me pierden entre la fronda y con ellas no sé ni que respuesta darle.


''La sorpresa del Arga es la belleza. Mi alma es lo que surge ante su caudal. Mi alma que ansía detenerse. Fluir con el río, como las aguas, con el mismo sonido''.


Estoy escuchando a la rodilla, es una queja constante. Arantxa repite el nombre de Mari Carmen cada dos minutos y, cada vez que de forma inconsciente tuerzo el cuello, mi contractura se agrava.''La balanza se está inclinando del lado de la no relación''.


Alcanzamos Zuriáin.Y en un recodo damos con Cefe y Luis, que están desazonados porque sus estómagos van en ayunas. Yo alegría de verlos, aunque todas mis alegrías son transitorias en este punto. No entiendo por qué no aceptan las barritas energéticas que se les tienden. Ganas yo también tengo de volver a meter algo caliente en el estómago y de orinar pero yendo en grupo no me animo a detener la marcha. Y sobrepasamos Iroz.


Los pies comienzan a doler, con un dolor abrupto en las plantas. La rodilla aguanta porque le voy prometiendo reposo. El barro se vuelve más protagonista y yo voy exclamando todo el rato: ''¡Qué precioso, qué precioso!'' Ninguno entiende por qué viviendo en el Norte el paisaje me hace expresar tanta admiración. Arantxa me explica ahora la receta de una tortilla muy sabrosa. Son necesarios cinco o seis brotes de diente de león, que tienen que estar cerrados, aún sin florecer. Txomi me muestra uno. Txomi, como Cefe, es un entendido en la flora. Me detalla ahí que Lizarra (Estella) quiere decir fresno y yo pienso en el Yggdrasil de la mitología nórdica y en el sueño que tuve con Estella y que espero poder descifrar... En esa etapa, allá por noviembre, realizaba mis prácticas de ''ensoñación''.


Frente a la iglesia de Zabaldika pienso que el arte ni me mueve ni me conmueve cuando tengo el estómago vacío. Luis tiene cara de mortificación. Lo hemos esperado mientras va en busca de un bar en el que podamos aplacar nuestra hambre pero regresa con el ánimo de una derrota.

 

Trepamos por la ladera. Experimento miedo y al lodo como un enemigo pero agradezco tener mi ''bastón''. Arantxa, en las mismas condiciones de tensión, detecta unas diminutas y delicadas flores. Cefe nos confirma que son orquídeas. Yo voy desesperada de hambre y pienso en abandonar. ¿Siempre -me pregunto- será tan duro el Camino?


Transcurrimos por el antiguo caserío de Arleta y podemos quitarnos las capas. La llovizna remite. Atravesamos un túnel. Pronto aparece ante nuestros ojos el puente románico sobre el Ulzama. En su extremo la basílica de Trinidad de Arre. Y ahí mismo me enamoro de ''esos clamorosos saltos de agua''. La tarde promete ser maravillosa pero el albergue aún está cerrado. En quince kilómetros el mundo ha acabado conmigo, me siento así. Nos encontramos en la Villava del mítico Miguel Indurain. Los de Zugarramurdi se detienen frente al bar Paradiso. Hablan de tomarse un pintxo, Cefe, Luis y yo de ir en busca de un plato más contundente. Yo aprovecho ahí para despedirme de los de Zugarramurdi. Nos decimos que les daré alcance y que hago bien siendo prudente. Me pesan algo los ojos de Txomi, expresan algo semejante a la pena. Me pesan y me tranquilizan.Txomi es un ser humano estupendo y lo mismo sus amigas. Ha sido bonito conocerlos pero yo muy sentimental no soy y menos que pretendo serlo. Cuando hago mi crisis me esfuerzo por realizar la liberación de la que me dio noticias Antisímbolos, el día aquel que recibo su llamada cuando cruzo el Atrio y de repente no estaba sola en la ciudad origen. Cefe, Luis y yo continuamos andando. Veo a un ertzaina y me dirijo hacia él. El ertzaina me recomienda el menú peregrino que sirven en el Hogar del Jubilado. Son poco más de las doce del mediodía y ya podemos comer. Ensaladilla, lomo, postre y vino por menos de ocho euros.


''María, eres una niña pero pareces tan vieja como nosotros.''


''Nos faltan horas contigo''.


Luis había expresado sus dudas acerca del viaje, temía no poder concluirlo. Yo defiendo la conveniencia de viajar solos. Digo que el estado de soledad tiene que ver mucho con el estado de libertad, que es lo que más valoro, como Avril Lesavant. Les tiendo la Moleskine, Luis escribe primero una dedicatoria: ''A María, una chica que deja huella. Una chica mágica''. Después dibuja un esquema pueril. A Cefe parece ser que también le apetece disfrutar de una tarde al borde del Ulzama, y lo que Luis le propone es que se separen, que Cefe pase esa tarde conmigo y que al día siguiente se reencuentren. Pero cuando el carácter surge aleja la dulzura de las mesas. Yo me muestro tajante, afirmo que pienso pasarme la tarde escribiendo, y que no voy a ser buena compañía para nadie. De pronto he mostrado mi otra cara y Cefe parece que ha captado el mensaje. Cefe sigue adelante, sin embargo Luis y yo retrocedemos hasta el bar Paradiso. Luis ha mostrado interés por compartirme algo y yo viendo que se aleja el peligro no tengo inconveniente en escucharlo.


Buscamos una mesa apartada de los oídos, en la parte trasera del local. Hemos pedido en la barra, él un orujo y yo un café con unas gotas de orujo. A mí me sirven lo que pido, sin embargo la camarera a él le sirve sólo un café con leche que no ha pedido. Es un ejemplo trivial de cómo funcionan las cosas en nuestra vida pero Luis acepta lo que ella le pone delante y ni siquiera rechista. Dice que no quiere hacerlo, que es igual. Luis quiere contarme que tiene una relación con alguien veinte o treinta años más joven que él. La persona que le había hecho esa llamada en la noche de Zubiri, su secretaria. Su mujer y su hija están al tanto de su aventura y le martirizan la cabeza. Él está en el Camino porque debe tomar una decisión. Es ese el momento preciso en que le ofrezco jugar mi juego. Cuando me muestra el arcano sin nombre, el de La Muerte, que es el arcano de la transformación en el Tarot pero también el arcano de los ciclos que concluyen, y que por eso son el comienzo de los ciclos nuevos, yo sólo veo la rosa que renace. Por un correo que él me escribirá después de alcanzar el Finisterre, a donde nunca pensó llegar hasta que yo le hablé de él, se puede deducir parte de lo que dije: ''Esta carta tuya, que yo la tengo celosamente guardada, ha finalizado la primera parte de un plan que solo tú sabes…''


Luis se fue antes que yo. Él tenía que dar alcance a su compañero y yo sólo tenía que darme alcance a mi misma. Entonces escribo a Avril Lesavant: ''Estoy adorando mi experiencia peregrina. Besos desde Trinidad de Arre. ¡Qué flipe de lugar!'' Y ando caminando por la kale Nagusia, a contracorriente, cuando una sensación inefable me envuelve. De pronto soy nada y soy nadie. No existe el miedo que me ha acosado durante los últimos meses por las calles de la ciudad origen y respiro a pleno pulmón. Soy sólo milenario viento de la sirga, millones de anónimos pasos, polvo, me he disgregado en esa asociación de partículas elementales de diez elevado a veintinueve que ya sabemos que sólo conocen los iniciados. Y abatido o desmoralizado o muy cansado veo a Vincenzo, un siciliano, en un banco frente a los saltos del Ulzama. Y me lo llevo conmigo hacia el albergue, porque Vincenzo parece un amor.


El albergue ya ha abierto sus puertas. Ocho mochilas esperan fuera. Y dentro de la sala de peregrinos se encuentra Alessandro, el amigo, también siciliano, de Vincenzo. Entonces llega Moises, que también parece otro amor, y que es quien nos sella la credencial (por cierto, precioso sello) y quien nos cobra los siete euros, para a continuación facilitarme a mí unas instrucciones. Él se va a ir por la iglesia y va a abrirnos un portón, por el que accederemos al patio del albergue. La entrada es deslumbrante, a un fantástico huerto, un vergel de paz, que procura alegría con sólo pisarlo, con sus flores y tan verde. Además hay donde tender la ropa a cubierto.


Moises augura una mejoría pronta del clima, mientras nos pide que nos descalcemos. Nos muestra las dependencias del albergue, el salón con sus máquinas expendedoras de café y aperitivos y los libros, y nos divide a las mujeres y a los hombres. A mí me lleva al fondo, a una habitación que compartiré con Françoise y una alemana de nombre Cristina. Moisés es lo que yo llamo un hospitalario, que es diferente a ser un hospitalero.


La ducha es reparadora. Con Françoise me fumo un cigarrillo, mi vecina de litera en Zubiri, que es delicada, pequeña y fina de rasgos. Después salgo al patio. Y en seguida les muestro a Vincenzo y a Alessandro una fotografía de mi ''novio'', es decir de Avril Lesavant. ¿Qué años tiene? -me preguntan. Pero cuando se lo digo no me creen. Aunque los que me dejan boquiabierta son a mí ellos, porque no aparentan tener más de cincuenta y cinco y ya se acercan a los setenta. Los dos me escriben sendas dedicatorias en la Moleskine. Los dos coinciden en que soy simpática. Y Vincenzo añade que alegre. Pero Vincenzo es un entusiasta y a mí los entusiastas me agotan. Así que ya estoy librándome de ellos.


Me arrastro por las calles de Villava, porque el dolor de pies es inenarrable, hasta dar con una cervecería de mi estilo, The Indian. El camarero me llama nena desde la barra y me pide que yo misma me sirva el té de manzana (con azúcar moreno). Me calzo las zapatillas y me levanto de la mesa pero estuve a punto de hacerlo descalza. Llevo la melena suelta y me muestro menos preocupada por mi apariencia. Hago una llamada a Maribel Roncal, Cefe me ha facilitado su teléfono. La Roncal me asegura que no habrá problema con las plazas en su albergue. Recuerdo la senda del Arga, pienso en el verano, en el prodigio que eso debe ser, en la belleza. También en los de Zugarramurdi que me habían adoptado como una más del grupo. Pero pienso que aunque los grupos arropan terminan por dejar poco espacio para que sucedan cosas. En el fondo lo tenía previsto, mi forma invariable de ser. Mejor ir retrasándose y dejar que los demás sigan su programación. Aquí la gente es muy cumplidora con los kilometrajes y mi intención es disfrutar todo lo que pueda. Yo había procurado no suponer nada, aunque presentía que sería duro a nivel físico, y lo es. Recuerdo lo que dice la mujer que alarga la mano, la mano cálida, buena y hermosa, que rompe la turbia campana de cristal del lobo estepario y que Haller conoce aquella noche en el bar: ''Para ser devota se necesita tiempo, mejor dicho, se necesita algo más: independencia del tiempo''. En el Camino soy devota.

 

Recibo una llamada de un número desconocido y marco el número de Coga. Él me advierte, también hemos recibido una llamada de un número desconocido en casa. Ceno frente al Ulzama un bocadillo de tortilla con una lata de cerveza que no me acabo. Me apetece más relajar la vista que masticar. El perfume del agua está en la brisa. Y me doy un baño de iones negativos. La temperatura de la tarde es agradable. Recibo un mensaje de Jorge. Él va a pasar la noche en una pensión de Pamplona. Me acuerdo de Francisco, el peregrino que estuvo en la cárcel, y le envió yo uno. Él se alegra, está en el Camino, en Mansilla de las Mulas. Entablo conversación con una mujer de Álava, ha venido a conocer el batán, que antes de serlo fue molino harinero. Ahora es un centro de sensibilización del parque fluvial.


Después con Moisés. Moisés es seglar, no ha sido ordenado sacerdote. Ellos no ofician misas. Se ha pasado la vida enseñando. Atender a los peregrinos le parece gratificante. A mí me ha atendido estupendamente. Humanidad a raudales es lo que se puede beber en sus ojos. El reuma lo acucia. Vivir en el convento no lo mejora, es mucha la humedad para sus huesos. He respirado la iglesia que él me ha mostrado. Me ha facilitado todo tipo de explicaciones. Luego anduvimos por el patio. Ahí lo dejo y voy a resguardarme en el interior del albergue. Escribía otro mensaje para Laura en el libro de peregrinos número 13, en la pagina final, cuando Moisés ha vuelto en mi busca, porque ha llegado otro marista y quiere presentarle a la asturiana. Él que conozca el Tarot se habrá dado cuenta de la coincidencia.


Moisés y su amigo me han estado contando algunas anécdotas. Se nos ha unido Cristina, que ha estado estudiando en Sevilla. El Camino será su tesis de fin de carrera. El tema el turismo, la reactivación de algunos puntos del Camino, como Foncebadón... Mañana tiene citas en Pamplona con alguna autoridad. Y es un alivio no padecer sus ampollas. Luego la charla es con Vincenzo. Ha sido marino. Se ha casado muchas veces. Tiene una hija de su primer matrimonio, cuya madre es la única mujer de la que ha estado enamorado y un hijo de ocho años de su último matrimonio. Con Cristina, mientras me doy un largo masaje en los pies, continúo hablando de su tesis, en la habitación en la que dormimos con Françoise. Es difícil encontrarse una sola en el Camino.


Duermo estupendamente. El primer café me lo tomo sentada en las escaleras del patio del albergue, admirando el silencio de la hierba y los árboles, entre los dulces trinos de los pájaros y la tranquilizadora humedad del rocío. Me pareció un sueño y revivió en mí la infancia. Vincenzo me pidió que no me fuera sola, que los esperase. Desoí sus palabras y me precipité a irme. Anduve por la calle Mayor de Villava hasta que la kale Nagusia se convirtió en una calle de Burlada. Los pies me duelen pero no como me dolían ayer. De un día para otro las plantas reposan y mejoran. Un grupo bastante numeroso de niños caminan con sus mochilas delante mío. Van dándole patadas a la lata de un refresco. El ruido me retumba en los oídos, es un incordio y hasta me experimento temerosa porque sigo envuelta en el candor de la infancia. Como me hubiera sucedido cuando era niña. La lata como fuere viene a dar con mi pie. La empujo hacia ellos y cruzo la calle por el paso de cebra. Quiero ponerme fuera del alcance de los niños. Frédéric, un francés al que no vi en el albergue, se gira al percibir el golpeo de mi bastón. Me espera y sin intercambio alguno de palabras, sólo con una mirada comprensiva, acoplamos nuestros pasos. ''Todavía agradezco estos contactos porque no llego a confiar del todo en que mis ojos no perderán la dirección de las flechas''. Pronto dimos alcance a Franz, un alemán al que recuerdo que sonreí al ir a acostarme, cuando él estaba sobre su litera y que era callado pero muy agradable. Entramos, como de mutuo acuerdo, en la cafetería-bar Etxabe. Les pregunto qué desean tomar y encargo nuestros desayunos en la barra. Frédéric habla inglés con acento francés y también se comprende en español. Yo procuro sonreír mucho y explicarme poco. Escribo mientras ellos se terminan el desayuno.''Me gusta esta cordialidad que se respira en el ambiente peregrino. Con tan poco parecemos tan contentos todos''.


El día era soleado aunque fresco. Salimos de Burlada. Nos desviamos a la derecha, a la altura de un colegio... Yo iba pisando sobre la hierba, andamos por entre huertos y casas, y hay una primera vista de Pamplona en que la urbe, con su catedral, se muestra espléndida. En el puente gótico de la Magdalena les tomo una fotografía. Ellos no me ofrecen lo mismo. No me importa. Las imágenes se estampan en la memoria. Unos pasos más allá las murallas defensivas de la ciudad impresionan. Las sensaciones recorren los brazos y los antebrazos. La historia me interroga y Frédéric me pregunta por el significado de Iruña. En la calle del Carmen detengo a dos mujeres pero ellas no saben decirme y Frédéric me lo agradece igual.


A la catedral se llega por el antiguo barrio de la Navarrería. Pamplona hasta la catedral recuerda al Oviedo de Vetusta. Frédéric, Franz y yo atravesamos sus puertas. El sonido interior crecía en ''decibelios''.¿Habían designado los dados del destino que hubiera ido a dar con mis huesos en el pozo? En la pared Norte observaba la pintura de un pozo.''Lanzo en pos de mis deseos una moneda metafísica de suerte que lo alcanzo''.''A veces te hundes,/ caes en tu agujero de silencio'' - escribirá Neruda en un poema llamado 'El pozo'. Y leyendo en las diferentes líneas del 'Yi-King', en las del hexagrama 48, cuyo nombre es el pozo de agua, se obtiene el dictamen: ''Puede cambiarse de ciudad,/ más no puede cambiarse de pozo''. Ese pozo que me sigue allá donde voy es mi afección.

 

Frédéric, Franz y yo, permaneciendo aún en el interior de la catedral en algún momento nos miramos y la abandonamos pero cuando pasamos por delante de La Bepa, una cafetería rústica, espaciosa y solitaria, con la barra al fondo, los dejé ir. Tan sólo me restaban cinco kilómetros hasta Cizur Menor y lo que más estaba disfrutando del Camino era sentirme a mi aire de cualquier modo y en cualquier momento.


Había perdido el mechero y me acerqué hasta la barra a pedir fuego, la camarera me sugiere que utilice la máquina expendedora de tabaco para conseguirme uno. De la cajita sale un clipper rojo con la hoja de la marihuana. Con esa ya son dos referencias al cáñamo y me pregunto, si no hay dos sin tres, dónde se hallará la tercera.


Abro la Moleskine y escribo aproximadamente durante una hora. Hasta que vi pasar un grupo de peregrinos y el instinto me impulsó a darles alcance. El grupo se componía de Geo, un valenciano jubilado, Dominique, un francés maduro, y Rosario, un guapísimo siciliano. Es posible que este último fuera el motivo de mi repentina celeridad, que Rosario moviera a mi hembra. Ellos habían salido esa mañana de Larrasoaña. Y gracias a Geo descubrí lo que era una bolsa de camello, mucho más práctica que el recipiente que yo me había agenciado y con mayor capacidad de almacenaje. Y si ellos iban rápido a mí el orgullo iba a traicionarme. Porque yo ahí fue que descubrí que tenía que correr más que nadie.


La calle Fuente del Hierro desemboca en el campus universitario. Cruzamos después el río Sadar y tomamos la carretera de Campanas. Yo a mis compañeros maratonianos los llevaba con la lengua fuera pero como era previsible mi cadera izquierda se puso a chillar. Y es que bravuconadas en el Camino pocas, con el cuerpo sí, que es es muy largo. Me temo lo peor pero no me detengo. La soberbia puede más. ¿Y qué es la soberbia? Una vez leí una definición que me pareció correcta: el orgullo desmedido del violento. Y esa era una de las cosas que me había llevado hasta el Camino, o que esperaba corregir en mí a través del Camino, a base de cobrar conciencia de mi humildad y hacer un trabajo conmigo.


Cruzamos el río Elorz, y cuando tomamos el camino de gravilla que termina confluyendo en la carretera, la cadera ahí lo que pega son verdaderos alaridos. La acera estaba jalonada de chopos y en uno de los bancos veo a mi salvación, Franz, el alemán, que consulta su guía. Y cuando llegamos a su altura me despido del grupo y me dejo caer a su lado en el banco. Pero sin confesar ninguna debilidad. Cizur Menor ya estaba a un tiro de piedra.


Franz no iba a detenerse en Cizur y yo llegué cojeando al albergue de la Roncal. Ahí esperaban Geo, Dominique y Rosario pero también Vincenzo y Alessandro. Hasta que la Roncal nos abrió sus puertas, y luego entramos todos en tropel y éramos muchos. El precio de la estancia era de ocho euros. La Roncal se sentó en una mesa y se dispuso a inscribirnos. A mí la primera y cuando realizó cinco o seis registros más nos asignó una litera y nos explicó dónde estaban los baños, ofreciéndose a curarnos las ampollas si es que lo necesitábamos, más tarde. Maribel Roncal tiene fama en el Camino de ser muy hospitalaria.


Después de la ducha, lavando la ropa, entro en contacto con Marian, que viajaba con otros dos amigos de Vitoria-Gasteiz y que había reunido unos días para la aventura que pronto se interrumpiría. Cuando Marian me preguntó qué era lo que me había llevado hasta el Camino le hablé, sin tapujos, del dolor que experimentaba en mi pecho y que era como una garra. Le expliqué que necesitaba hacerme con una mentalidad de amazona y que, mutilada o no, apostaba por la vida. También le hablé de mi crisis y, por resumirlo de algún modo, de no consentir que los miedos que me había atenazado y condicionado, los miedos de los otros, volvieran a inhibir mi realización personal.


Del refugio de la Roncal salimos los cuatro, ella, sus amigos y yo, yo creyendo que íbamos a comer pero ellos iban en busca de una tienda, donde adquirieron provisiones y yo también aproveché para hacerme con alguna. Además me compré un pin, una flecha amarilla.


Había sido Elías Valiña Sampedro, ''o cura de Cebreiro'', el que en los años ochenta, a bordo de su Citroën GS, había recorrido el itinerario jacobeo, cargado con unos botes de pintura amarilla, señalizando la ruta que casi había caído en el olvido. Parece ser que Valiña -lo he leído en algún lado- realizó el primer estudio serio sobre el trazado del Camino Francés en los sesenta, dedicando su tesis doctoral a este asunto. Valiña, como el visionario que dicen que era, creía con firmeza en la importancia que cobraría en la nueva Europa el recorrido jacobeo. Alentando a otros muchos a la recuperación y conservación del patrimonio del Camino.

 

En el comedor del asador El Tremendo somos pocos. Un peregrino a mi lado devora la jornada de la McLaine. La actriz, el día que llega a Pamplona, se había levantado a las seis de la mañana y había lavado un par de bragas y calcetines, que colgó de su mochila para que se fueran secando. Se limpió las botas con la escobilla del váter y comenzó a andar más deprisa que su amiga o su psicóloga. McLaine escribe acerca de Carlomagno, de las vidas pasadas, de Einstein y su relatividad, de sus sueños como mora... Dice que la energía de la ruta le habla de eso y de sus poderes de sanación sobrenaturales... Piensa en Irak y en Saddam Hussein y en abismos surgidos de los antiguos odios... Un camión cargado de troncos estuvo a punto de arrancarle la mochila, mientras asegura vivir dos realidades simultáneas. Come pasas y vitamina C y esa noche tiene pesadillas, cae de montañas y se ahoga en torrentes y ríos, resbala por las rocas y se precipita al vacío.


El vino calienta el estómago. La comida está muy sabrosa. El postre delicioso, goxua. El café prefiero tomarlo en la mesa del bar. Fernando, el empleado, me expresa el agradecimiento que tiene por el dueño. Tengo la sensación de que en esta posada se acoge con calidez al peregrino por ser peregrino.


José Luis, el dueño que es de Funes, se sienta conmigo. José Luis es un excelente conversador y me comparte recuerdos y anécdotas. Platicamos también de la relación padre-hijo y padre-hija. Tomé muchas notas de todo lo que me dijo pero demasiado desordenadas para resultar coherentes a estas alturas. Fue un placer de sobremesa.


Afuera llueve y tengo ocasión de estrenar el pequeño paraguas que llevo conmigo. Alguien se acerca por la carretera. Es Thomas, el mismo muchacho rubicundo del autobús de Roncesvalles. Ahí va a decirme su nombre y que es americano, de Wisconsin, el que era el territorio de las tribus potawatomie, menominee, winnebago, kickapoo, sauk y fox. A Thomas se le ve bastante perturbado. Me inspira ternura su azoramiento. Dice que detesta las aglomeraciones urbanas, que necesita campo y relajarse, que en su tierra vive así, entre la paz más absoluta. Le indico la dirección del albergue, le aseguro que aún encontrará sitio y me lo agradece.


Yo me dirijo por las escaleras al refugio de peregrinos de la Orden de Malta, una casa situada frente a la iglesia de San Miguel Arcángel. Cuando voy a llamar a la puerta un tipo con unos legajos bajo el brazo se dispone a irse. Le pregunto si podría sellar la credencial.


José era un individuo singular con lo que me pareció una erudición apabullante. No sólo me sella la credencial sino que me hace una descripción muy pormenorizada de la etapa del día siguiente. Yo apurada tomo notas. Luego me conduce a la iglesia, donde continúa dando muestra de su erudición. Cómodamente sentados, dentro. Yo no lo sé pero él me detalla todo el Camino.


Llega una pareja, a mí me parecen turistas. José me hace mirar sus pies y me siento avergonzada, llevan sandalias. Más adelante -me explica- deberé fijarme en la tez para orientarme al distinguir a los peregrinos. La pareja es invitada a sentarse con nosotros y recibe las mismas explicaciones que yo recibo. Eran franceses y no hablaban español. Se fueron en un despiste de José. Ella tenía algo que me gustaba pero que no se podía tocar. Estaba dentro de ella y se reflejaba en sus facciones.


A mí José me guió con la voz hasta el fondo de la iglesia, hasta unos armarios donde encontré una campana, que blandí por todo el templo, dando vueltas en la dirección de las agujas del reloj. José, con el paso de los meses me recordaba así. Nos pusimos en contacto y leyó lo que yo había escrito acerca de él y del espacio, ''un lugar donde todo era tan simbólico que era pura belleza, como si fuera una ecuación matemática''. ¿Qué sabré yo de eso?


Cuando salimos al exterior se presentaron los de la sociedad de enfermos trasplantados de riñón, iban a inaugurar la temporada del refugio. Y minutos después el dirigente de la Orden de Malta en Navarra, el marqués de la Real Defensa. José era el que hacía las reparaciones. En palabras de Arturo Frydman el idóneo. Yo ahí aproveché para escaquearme. José era adorable pero yo tenía la cabeza que me echaba humo. La atención concentrada tiene un límite, al menos la mía.


Cizur Menor me parecía en general amable y comunicativo. Ahora voy en pos de la iglesia de San Emeterio y San Celedonio pero está cerrada. El tiempo se recrudece y me obliga a recogerme. Ando desasosegada, porque de repente me pesa la lluvia. Entraba por la puerta del albergue de la Roncal cuando el viento enloqueció y me vi obligada a cerrar el paraguas. Pero y él, ¿quién era?

 

Tenía el cabello liso y le caía sobre la frente, se lo retiró hacia atrás. Es el gesto en el que lo he descubierto. Vestía de oscuro y escribía sobre un pequeño cuaderno de tapas negras. Discreta paso de largo. Él no me ha visto. Nuestras miradas ni siquiera se coinciden.


Mis pies me llevan bajo techo. Cerca del tendedero con mi ropa dejo el paraguas abierto para que se seque. La ropa no la hará, no del todo. No tendré esa suerte. La dueña del albergue sostiene una conversación en esa zona. Varios hombres la escuchan.


Muchos peregrinos están sentados alrededor de las mesas que hay frente a los barracones. Thomas está en una, le veo integrado. Pongo mi mano sobre su hombro y le pregunto si ya se encuentra mejor. Me asegura que sí. La timidez vuelve a hacer presa en mí. Demasiadas personas presentes pero no dejo de sonreír, como él mismo, pese a que mi humor ya no es tan bueno como era.


Abandono la chaqueta sobre mi litera, y regreso a donde se encuentra Maribel Roncal. Pongo atención a lo que habla. Es interesante. Menciona algunos albergues y dice que siempre hay que ir al último. Los hombres con los que charla toman notas. Pienso que esta mujer habrá mantenido esta misma conversación cientos o miles de veces y, sin embargo, es fresca en ella. Su trabajo le gusta. Me parece admirable. Entonces, ese hombre se dirige a mí, es navarro. Se llama Javier. Los otros son catalanes. ''¿No vienes a cenar?'' –se interesa. ''No, no, yo ya estoy cenando''. En realidad, no tengo hambre. Como por inercia medio emparedado y una pieza de fruta, porque el humor me mejore. En teoría, casi todo el mundo cena caliente y yo soy a revés, como caliente y ceno cualquier cosa.


Fumo un cigarrillo con Françoise antes de que se vaya. Me cuenta que Thomas toca la mandolina, y me pregunta si yo lo sabía. El patio casi en soledad. El horario de la cena lo ha desalojado.


La tarde está desagradable, fría. Pienso que estaré mejor a resguardo en el cenador. Como en Roncesvalles se escucha hablar más en francés que en ninguna otra lengua. Echo a andar pero sucede un pequeño espectáculo en el estanque del patio. Maribel está alimentando a las voraces tortugas con una cucharilla y comida para gatos. Las tortugas abren la boca y las carpas también participan del festín, sacando la cabeza fuera del agua. Yo le examino a él, por completo ajeno a todos los allí congregados. Sigue escribiendo en su pequeño cuaderno en la misma mesa. El espectáculo es fascinante, algo que sin duda no se observa todos los días. Pero el hombre no pierde la concentración en si mismo. Aunque pronto observaré que esto no era del todo cierto, por la prontitud con la que se dirigió a la dueña, cuando esta recibió el aviso de que habían llegado más peregrinos a los que debía atender. Entonces él se levantó y algo le preguntó y ella algo le dijo. Señalando en la misma dirección que yo iba a tomar minutos después. Los peces te conocen. Eso es lo que no sabías… Dejo que él se adelante y me ensimismo con las tortugas y las carpas. Ahora sólo yo las miro y ellas esperan y esperan pero en un momento dado vuelven a lo suyo, y renuncian a seguir poniendo la atención en alguien que ya no está, porque yo ni siquiera existo para ellas. Las llamativas carpas se sumergen en el centro y se alejan del margen, y yo considero que ya puedo seguirle. Entro en el cenador y me lo encuentro de frente, escribiendo en la esquina. No hago amago de reconocerle. Le ignoro y paso silenciosa por detrás suyo hasta ocupar el otro extremo de la mesa. ¿Tendré suerte y hablará mi lengua? Algo me dijo que así era. Y a eso yo dije que no sería la primera en romper el límite del silencio. Creía conocer a los hombres, y con uno por el que me sintiese atraída, después de tanto tiempo de no haberme sentido atraída por nadie (todavía me miento acerca de CLO), no iba a cometer ese error.


La cocina es un hueco a mano derecha (a mano izquierda según entras por la puerta). Un jovencito disfruta de una ensalada en una pequeña mesa. Llegan tres simpáticos viejecitos. Primero se sientan frente a mí, esta otra es larga, de comedor. Algo hablo con ellos pero terminan por sentirse más cómodos con el jovencito. Todos cenando. Mientras, el del cuaderno sigue a lo suyo. Ni se pronuncia ni se despide cuando se va. De todas formas yo hace rato que escribo e imagino que también parece que estoy inmersa en mi misma.


Antes de acostarme estuve estirando. Me lo tomé en serio. La cadera dolió toda la tarde con un dolor sordo que no auguraba nada bueno. También estuve hablando con Françoise y Vincenzo, de la vida de Vincenzo otra vez. Y de la andadura de Vincenzo, con Alesandro, a través de los Pirineos. Vincenzo presenció un accidente de tren, un hombre murió en las vías, bajo las ruedas, creo que fue un suicidio. Hizo noche en Orisson, me dejó leer sus notas. Entiendo mejor su italiano hablado que su escritura. Me tomé un antiinflamatorio, y el necesario myolastan. Por encima de los radiadores ropa de todos nosotros, ya las luces apagadas. Entonces es cuando descubro que no habrá forma de irse antes de que se vuelvan a encender, porque no he sido previsora y lo lamento. Me lavo los dientes y en cuanto me meto en el saco caigo redonda en el sueño.

 

Vincenzo hace ruido al levantarse y me despierto. Son los somieres de este albergue, que están comatosos. En las camas no te puedes ni mover, porque el ruido que haces es muy molesto y escandaloso. Son poco más de las tres de la mañana. Me visto y regreso al cenador. No sé que en el cenador hay un cuarto donde duermen algunos peregrinos. Hay un francés malencarado pero este que se levanta, también para ir al baño, es un paisano de mi tierra. Se llama Silo. Yo estoy desayunando medio emparedado, una mandarina y voy a tomarme un primer café solo. Me he sentado en el exterior a fumar un cigarrillo. Las estrellas sólo son visibles por segundos, porque las nubes son bajas y tupidas. El dolor y la inflamación de la cadera es menor. Ampollas todavía desconozco lo que son pero en ese sentido creo que he sido prudente. A este ritmo el Camino se me hará larguísimo y, magia, lo que se dice magia y misterio no ha habido ninguno todavía.


Paso esas horas escribiendo y me tomo un segundo café y hasta un tercero. Tengo ganas de ponerme en marcha, muchas. Y es que quiero visitar Eunate y me gustaría arrancar lo más pronto posible.


Descubrí la existencia de la ermita de Santa María de Eunate gracias a Mirada de agua, a través de la narrativa de su peregrinación, y me fascinó. El conocimiento acerca de este lugar y su rito supuso la llegada de la alegría al Camino. Algo inexplicable, hasta cierto punto.


Un peregrino compuesto, que como yo entra en el cenador, es la señal para que yo misma me ponga en marcha. Vuelvo al barracón y enciendo la luz, nadie lo había hecho y mi vecina de cama se queja por su compañera, que aún duerme. Pero ya eran cerca de las siete. Cuando estoy lista para irme logro esquivar a Vincenzo. Salgo de las primeras pero me tropiezo con Otmar, un teutón de mediana edad que hablaba un perfecto español. Otmar, con su incipiente obesidad mórbida y residente en Madrid, comenzaba aquí su camino, ya que había tomado un taxi desde Pamplona. Su dietista le había recomendado realizar el Camino como ejercicio de adelgazamiento y aquí estaba. ¿Y yo? -se interesó. ¿Cuál era mi motivo? En esta ocasión dije que hacerme valiente y perder miedos. Y a Otmar le gustó mi respuesta o esa impresión me dio. Yo no deseaba compañía pero acepté la suya de buen grado. El día era de neblina y húmedo y nos encaminamos al monte del Perdón.


Dejamos una urbanización a la derecha. Otmar me era simpático, y me enternecía que un hombre tan grande y tan fuerte pudiera sentirse más desorientado aún que yo. El Camino va de frente y hablamos de mis dudas, las únicas que tengo, lo que a mí me desmoralizan los altos y los tramos en subida. Álamos, una chopera, y entonces llegamos a un punto donde, a la izquierda hay unos patos silvestres, campando a sus anchas en una charca, y ya comienza a ser todo muy bonito, y yo le pido a Otmar que prosiga sin mí, porque me tenía que quedar a lo mío, necesitaba un desahogo de varias maneras, y lo dejé irse y empecé a caminar sola.


Despoblado del señorío de Guenduláin, las ruinas de un antiguo palacio y las de una iglesia. Y ahí existe un primer exaiphnes. El sol al despuntar cubre de luz los campos verdes hasta transmutarlos en dorados. Y es eso un resplandor de una belleza cegadora. Un pájaro, la alondra de la mañana, en ese árbol de tronco musgoso, entona un aria de una forma deliciosamente sublime, y la ópera prima es el mundo. Al lado de este árbol hay un banco y aprovecho para disfrutar del espectáculo mientras me como un plátano. Me embriago, me embargo pero me alimento, algo tan poco necio como eso. Y la inmortalidad es esa sensación de regocijo íntimo que experimento.


Y ese compatriota, Silo, viene y me reconoce pero yo a él tardo en ubicarlo, y le saludo sonriente pero no hago amago de irme con él. Es en la fresca soledad donde sucede lo que busco y lo que me atrapa. Y sigo subiendo pero me doy un montón de vueltas para retener la Pamplona que dejo a lo lejos suspirando en la brisa de la memoria.


Hay un recordatorio a un muerto en el Camino y un cementerio y se alcanza Zariquiegui y eso ya son las primeras estribaciones del alto. En 'The Way' es en esa iglesia, la tardorrománica de San Andrés, en donde Sarah está sentada cuando une sus pasos a los de Tom y Joost, el holandés que fuma hierba. Yo asciendo poco a poco por entre el árido matorral y la aulaga. Ya ando cerca de coronar cuando Rosario, el siciliano, con faz de agrado me sobrepasa. Geo y Dominique le siguen a duras penas. Yo subo disfrutando de mi lentitud y ahora el aire, fuerza elemental que pertenece a los titanes, lo envuelve todo. Arriba, frente a la escultura de Vicente Galbete, un hombre bondadoso me ofrece una chocolatina.


''Donde el camino del viento se cruza con el camino de las estrellas''. Ese es el epígrafe que figura inscrito en el cortejo, un monumento al peregrino, que firma la Hidroeléctrica de Navarra y la Asociación de Amigos del Camino de Santiago; eso que vino a sustituir a alguna ermita que por allí hubo. Son las nueve. Y hoy el Camino es esto. Genocidas mástiles eólicos que asesinan el paisaje de los pueblos -como alguien dijo... Pero hay que renovar las energías y las leyendas.


La McLaine toma ejemplo por estos pagos y nada menos que del autor del pseudo-Turpín. Si aquel, alentado por la imaginación de tantas leguas que deja correr la vista por la llanura el entorno, sitúa a Aigolando y a Carlomagno, con su ejercito de 134.000 guerreros, en esta cuenca, la McLaine, a quien su amiga o psicóloga abandona este día a su suerte en Pamplona, en conversaciones con un monje medio escocés medio irlandés, durante su existencia de gitana mora en la época por la que será amante del emperador de la barba florida, hace luchar y luchar a Roldán con un moro gigante. Es decir, espiritualidad como sinónimo de fabulación.


Cerca se anda Astrain. Que además de serlo, un topónimo, se convierte en el nombre del Mensajero, con el que el brasileño Paulo Coelho bautiza al demonio de su ‘Diario de un Mago’ o de su viaje de peregrinación a Compostela. Tan criticado y cuestionado esto último... Pero Coelho, peregrino o no, arrastra a vivir esta experiencia a miles de compatriotas, como la McLaine lo hace con miles de los suyos, y muchos otros enamorados de ella a lo largo del globo; como yo, que era mi actriz favorita cuando era niña; y como Hape Kerkeling lo hace con los germanos. Son todas estas promesas de cambio interior las que nos movilizan hoy en día. Promesas de autores, otros como nosotros, que nos incitan a través de su experiencia vital, que están ahí y nos son próximos, y que por eso nos suponen cierto crédito…


Y ya ante la visión del valle de Valdizarbe, empiezo a acelerarme toda y a descender sin esperar por nadie. Feliz. Bajada donde sufren las rodillas de cualquiera -eso dijo el de la chocolatina-, el terreno es muy pedregoso, aunque no las mías. Olvidado queda el desliz de antes del alto de Erro. Me siento fantástica, estupenda. Ya el recelo se ha quedado atrás. El recelo son las alturas. Y he andado un trecho a buen paso hasta que de pronto un peregrino con sus bastones, que se vuelve a mirar atrás, se pone muy contento y grita mi nombre: ''¡María! ¡María!'' Es Franz, el alemán. Me parece increíble que el joven tímido y taciturno de la mañana de Trinidad de Arre me esté dando ese tremendo abrazo con tanto contento. El primer abrazo del Camino y el primer amigo consolidado del Camino. Ese ha sido el sentimiento que me ha preñado de entusiasmo. Y esas son las líricas auténticas que deseo encontrarme. Los estallidos viscerales que responden a un mandado emocional e interior. Lo infalsificable.


Franz ha pasado la noche en una casa rural. Y vamos andando juntos hasta que él dice que María corre mucho. Yo voy hacia adelante, parones, hacia atrás, un arroyo, un pequeño puente, le espero.


Encinas o chaparros y la virgen de Uterga. Es una virgen blanca, hermosa. Uterga es el pueblo próximo pero ella está en el Camino. Hay un hombre que permanece junto a ella. Cuando nosotros llegamos se aleja unos pasos, hacia una huerta que hay justo en frente. Yo veo algo que siento deseos de coger. Es una piedra de un profundo azul, está a sus pies. Sería la piedra que más tarde dejaría en la Cruz de Ferro. Lo sentí así, aunque me costara desprenderme de ella o precisamente por eso. Pero la presencia del guardián, la piedra era tan llamativa que se habría dado cuenta, hace que me quede con las ganas de llevármela conmigo.


En Uterga un refugio donde se puede tomar algo. Entramos pero a Franz no le convence mucho y decide seguir. Geo, el valenciano, está dentro. No tiene buena cara. Esta mañana está sufriendo físicamente. Dice que le duele un tobillo. Otmar sujeta entre sus manos un gran bocadillo, mientras consulta su guía. Me siento con él y le hablo de Eunate. Entra Silo y nos saludamos. Se me hace un poco raro porque no había vuelto a verlo pero yo sólo pienso en Eunate. Estoy muy contenta porque hacia ahí voy. Pero mi ardor no parece entusiasmar tanto a Otmar, o al menos no tanto como para hacerle dar un rodeo.

 

Dejo Uterga y alcanzo Muruzábal. Ahí sé que es donde debo desviarme para llegar a Eunate pero no observo ninguna indicación. Se baja un joven de un coche, le pregunto a él pero me señala la dirección en la que se encuentra Obanos. Poco más adelante conozco a Carmen de Bolivia, que está trabajando en esa casa desde hace dos meses pero que ni siquiera ha oído hablar de Eunate antes, una joya del románico.


Carmen y yo nos hemos puesto a charlar, porque yo no tengo intención alguna de moverme hasta que alguien no me oriente. Otmar es educado y al pasar por delante nuestro se detiene. Yo estoy sentada sobre el suelo y eso que llamo la niña interior se está manifestando, he entrado en la reconocida sensación de euforia. Carmen es evangelista y trata de evangelizarnos a todos. Otmar enrojece, creo que de indignación por lo que escucha y por el tono beligerante de la evangelista. Yo lo animo a continuar andando. Para Carmen Dios es perfecto pero los homosexuales son una aberración. ¡Qué lástima de persona tan equivocada! ''A ver, hablas y hablas de las escrituras -le digo. Pero ¿tú lo has visto a él?'' La respuesta de Carmen es negativa. ''Pues cuando le veas como yo le vi, cuando te otorgue su semblante, entonces puedes plantearte hablar en su nombre''. El momento, aunque no lo transmitan mis letras, era muy bonito. Pude ver al amo a quien ella servía, un viejo huraño que no debía hacerle la existencia demasiado agradable a Carmen. Lo que ella me dijo fue que desde que había podido escapar de su país su vida se había transformado.


Gracias a una mujer que sale por la puerta de su casa por fin averiguo la ruta que debo de seguir. Se supone que sólo me separan dos kilómetros de Eunate. Y era cierto. En seguida la diviso en medio de la nada. Ni siquiera girasoles veo, algo que era tan esperado. Soy inmensamente feliz en ese momento pero no estoy pensando en Avril Lesavant. He leído bastante acerca de Eunate, todo tipo de teorías y especulaciones... Yo lo que espero es que exista un remedio para la enfermedad que soporto: la tensión acumulada desde la niñez, las memorias emocionales, el desastre de vida que he llevado desde antes de tener uso de razón siquiera. ¿Nunca voy a poder librarme de la prisión en la que se ha convertido mi cuerpo? ¿Confío en la ruta como renovadora y regeneradora de las energías?


Todo era muy solitario hasta que, para mi disgusto y sorpresa, compruebo como va llegando gente en coches. Ahí va a molestarme que el tiempo exista y que los siglos hubieran transcurrido en forma de progreso. Lamenté la afluencia de parroquianos, luego sabré que lo eran. Pero eso no iba a impedirme que realizara el ritual. Me descalcé y comencé a girar con lentitud por el deambulatorio exterior, el de este enclave octogonal posiblemente templario. La mochila opté por no quitármela. Pensé o tuve la sensación de que después de hacer lo que estaba haciendo no iba a sufrir ampollas.


Según la tradición bíblica, en razón de su carácter inmutable, la piedra alude a la sabiduría. Pero el pie, según Paul Diel, también sería un símbolo de la fuerza del alma. Y si la pierna es el órgano del andar, la pierna que favorece los contactos y suprime las distancias, el pie es el maestro y la llave. El acto de descalzarse es posible que simbolice el paso del mundo profano al plano iniciático. Pensaba con el corazón y no me detuve a analizar nada. El sonido místico, el flujo en mis oídos, estaba aumentando en intensidad. Alcé la cabeza para contemplar los rostros abominables de las figuras de los canecillos del ábside. En este templo el ábside se sitúa al Sur, me dijo alguien. Completé las tres vueltas, por supuesto. Y la mirada vagaba de aquí para allá por entre los capiteles, algunos indescifrables por la erosión que causan en más de ochocientos años las inclemencias de los elementos. ¿Qué estarían detallando de las estrellas? Y dada mi condición de peregrina, aquella que va en busca de la ciudad ideal, a nadie le pareció demasiado extraño, o al menos no se me preguntó por ello.


Me detuve frente a las faces con las espirales, personificaban simultáneamente los dos sentidos del movimiento: ''el nacimiento y la muerte, o la muerte iniciática y el renacimiento''. En el románico, arte conceptual, un pórtico transmite toda una enseñanza pero la misa comenzaba y la congregación de fieles seguía incrementándose. Sin calzarme busqué asiento al lado de un anciano con báculo. Alguien repartía papeles y extendí la mano. ''¿Quieres cantar?'' -me preguntó ese. Asentí convencida y el hombre me puso una hoja en la mano, aunque era perceptible que no le complacía mi respuesta. Las voces eran las de un riguroso coro, como descubriré más tarde. Yo seguía experimentando como el musical flujo interior cobraba a cada instante más intensidad, y eso me hacía estremecerme en sensaciones y todo era puro y bellísimo.


El pueblo de Adiós, pueblo vecino, celebraba todos los años la misma fiesta en el mismo día, el uno de mayo. El sacerdote me gustó, su homilía, cantar, que me apetecía mucho, unir mi voz a la de otros, toda aquella paz y radiación energética que se expresaba a través de mí, de mi misma piel.


Comulgo descalza. Una pequeña recoge algo que se me cae de los bolsillos y me lo da. No deja de mirarme a los pies. El recuerdo se irá con ella y perdurará en su memoria. La fijación en su mirada me habla de la impresión de ese momento. El suelo helado, yo cada vez más vibrante. Bajo la cúpula nervada el baño de energía es grandioso.


El simpático cura trata de estimular a sus convecinos para que el año que viene abandonen los coches y se lleguen todos andando. Me parece encomiable el intento pero sé, que a la mayoría, no los convencerá. Incluso puede ser que todos los años lo intente. Me dirijo a él. Tengo un encargo. Algunas personas que me han escrito quieren saber cuáles son los requisitos para celebrar su boda en Eunate. Había quedado en preguntarlo cuando llegara aquí. El simpático cura no era el párroco de Muruzábal. No podía responderme a eso pero se mostró encantado de invitarme al convite que se celebraba en el exterior. Acepté sólo un vasito de Moscatel. Y estoy ahí, integrada en la fiesta, reafirmando que mi tierra abre puertas y rayando en la eudaimonia, hablando con dos que me están explicando que Eunate es el centro geográfico de Navarra, cuando alguien a mi lado me hace una pregunta y yo digo para mis adentros: ''¡Dios existe!'' Es el peregrino que escribía en su cuaderno en el albergue de la Roncal, tan radiante como yo, tan integrado en la fiesta como yo, con su vasito de moscatel en la mano, que me fascina con su sonrisa carismática y deslumbrante. Quería saber si podíamos sellar en alguna parte. ''Ven, sígueme -le digo-, que yo voy a intentar dormir aquí''.


Había pensado ir a Obanos a comer y a pasar la tarde, a conocer Obanos. Y había pensado volver a Eunate y levantarme a la hora que me diera la gana. Hablo de la madrugada. Había pensado eso. Llamé a la puerta del albergue, en teoría hospitalario, y nos abrió el francés. ''Queremos sellar''. Y, entonces, nos deja pasar.


- ¿Nos podemos quedar? -pregunto

- No, no. Hoy imposible -dice el francés.

- ¿Y por qué hoy no? -insisto.

- Porque hay una fiesta afuera y con todo ese jaleo pues no.


¿Y eso qué tendrá que ver? No entiendo cuál es el problema. Pero el problema sólo es que no le apetece que estemos allí. Sus motivos tendrá y no nos ofrece ni enseñarnos la casa de Onat, aunque yo muestro curiosidad.


- Recuerdos de José el de Cizur Menor -digo por último.

- Ah, sí, sí, gracias.


El peregrino y yo salimos por la puerta. Pero no sé por qué en ese minuto él ya se ha vuelto insignificante para mí. ''Un momento -digo. Me he olvidado el bastón''. Y le deseo buen camino. Llamo otra vez a la puerta del francés. Me deja recuperar el bastón pero no se compadece de mí. Estoy hambrienta. Me encuentro bastante desorientada. Otros peregrinos franceses me indican el sendero que debo tomar para irme.


Admiro a lo lejos la sierra del Perdón, los mástiles eólicos, el recorrido que me inspira la felicidad. El tramo a Obanos se me hace durísimo. Sol y cansancio. En definitiva, el bajón de carbohidratos. Sigo a un matrimonio con hijos. Y atravieso las puertas de la Asociación San Guillermo, donde me sirven un plato combinado con dos huevos, jamón, chistorra y patatas. Café, helado con chocolate y dos vinos navarros. Todo por once euros. Son las dos y cuarto cuando me acabo el café y saco la Moleskine. Escribo las últimas notas. Pero me doy cuenta de que cada vez veo menos. Se me han nublado las lentes de contacto, así que voy al baño y trato de arreglarlo pero cuando abandono el local ya apenas veo.


Delante de la iglesia de San Juan Bautista Lola diserta en inglés para Manfred, un alemán. Lola debe ser una experta en arte y se percibe que el arte la emociona. Entonces, ella que me pregunta algo. Y yo que la saco de dudas. Señalo los ojos y le contesto eso de ''sorrybataidontespikinglish''. Y es que a ver, ¿cómo le digo en su idioma que que no veo tres en un burro y que los estoy esperando para que me hagan llegar a Puente la Reina? Y es cuando Lola se presenta. Lola de Nueva Zelanda y yo la primera persona del Camino con la que tiene la oportunidad de hablar en la lengua de sus ancestros: el castellano. Tiene parientes en Madrid. Se pone muy contenta. Y echamos a andar los tres.


Los hago detenerse bajo el arco de salida y les señalo el símbolo, la concha atravesada por la espada. Yo lo conocía porque otra Patricia, una cántabra, a través de la red me lo había hecho llegar... A Lola también le parece muy curioso. Habla conmigo, traduce para Manfred.


Lola me pregunta por las amapolas, quiere saber cómo se llaman esas flores que nos acompañan por todas partes. Y yo, tan alegre que voy con ellos, entre el vino de la comida y el moscatel de la fiesta de Eunate, hasta le canto su canción. Lola me parece una mujer maravillosa.


A la entrada misma de Puente la Reina hay un refugio que pertenece a la red de albergues privados, el Jakue. Ocho euros, te dan funda para la almohada. Me quedo, quizá sintiéndome atraída por el patio, donde veo sentados a la sombra a otros peregrinos. Lola y Manfred continúan.


Conozco a Dolores, está con su perra y con su hija. Hacen muy pocos kilómetros cada día. Unos quince. Mañana tienen previsto llegar a Lorca. La dificultad para ella estriba en encontrar alojamiento para la perra.


En el Jakue me cuesta dar con las habitaciones, las instalaciones son bastante claustrofóbicas, modernas y mortecinas pero acabé dando con un nicho en el que caerme muerta. Cuando voy deambulando por el pasillo leyendo los nombres que les han puesto a los cubículos, escucho: ''¡María!'' Era Alessandro. Yo creía que no le agradaba pero de pronto me hace mucha ilusión serle simpática. Me dice que mañana tienen que regresar a Italia vía Pamplona-Barcelona, barco hasta Milán. Me ducho y decido pasar la tarde con ellos. He perdido ya un calcetín.


Marian y sus amigos se han apuntado a una excursión para visitar Eunate. Pasaron de largo por la mañana pero el Jakue las ofrece. Ellos están en el albergue de los Padres Reparadores. El albergue de los Reparadores estaba muy cerca pero ya no me arrepiento. Me gusta ir a pasar esta tarde con los entrañables sicilianos y de la otra forma quizá no los habría vuelto a ver.


En el albergue de los Padres Reparadores no entramos. Pero a Alessandro, a Vincenzo y a mí, nos dejaron visitar el interior del claustro del seminario. Había una magnífica exposición de cactus. Veo peyote. Vincenzo trata de hacerme entender que si no fumara sería perfecta. Sé lo que me quiere decir y lo tendré en cuenta... Penetramos después en la iglesia del Crucifijo. Debajo justo de el crucificado me miro a los ojos con él. Estoy recordando lo que un día ''imagine'' vivir... Dice Charpentier que nadie crea las leyendas, que ellas mismas se crean… El crucificado es un Cristo gótico del primer cuarto del siglo XIV.


Alessandro y Vincezco son cariñosísimos conmigo. Me siento cómoda y tranquila con ellos. Buscamos la parada del autobús. Tomamos café. No me dejan pagar. Sostengo una conversación con Verónica, a través del teléfono, la hija de Vincenzo. Verónica es muy agradable. Les hablo de Laura y también de mí… ''Jugamos mi juego de energías''. A Vincenzo le toca ‘El Loco’ en suerte, o podría decirse que en gracia por el ataque de risa que le entra. Estará más de una hora riéndose a carcajadas y pidiéndome que lo disculpe porque no puede parar. A mí no me importa, me encanta que la gente se ría, que se ría todo lo que pueda, que se ría más, todavía, si cabe.


El ataque a Vincenzo le ha dado porque en Sicilia loco viene a ser tonto, como el tonto del pueblo. A Alessandro el Tarot le escama un poco. Él extrajo del mazo La Rueda de la Fortuna, el arcano X. Y a mí, que me han hecho sacar una, mi mano me ha premiado con La Estrella. Me han preguntado por su significado y, sin duda, dicen que es la que me corresponde. Ha sido bonito. Pero mis cartas no se irán con ellos.


Recorremos el pueblo, la calle Mayor, visitamos otra iglesia, la de Santiago, y vamos en dirección al puente. La temperatura de la tarde es agradable. Ahí hay un intento de lectura de mi Moleskine, de la historia que José Luis el de El Tremendo me ha contado acerca de la leyenda del puente. Yo menciono lo que se del txori. Nos entendemos bien, ellos a mí y yo a ellos pero no llegamos a hablar de guerras carlistas. Cuando Alessandro y Vincenzo están en presencia de otros italianos hablan en siciliano, dicen, para que estos no puedan comprenderles.


Les propongo tomar un vino. Los sicilianos quieren cenar pero son sólo las seis y media. Al final, el vino nos lo tomamos mientras charlamos animadamente de música, jazz, Count Basie, Tom Dorsey, Duke Ellington, y de libros. Ha sido Kerkeling quien les ha arrastrado hasta aquí: ‘Vado a fare due passi’. De actores y autores. El dueño de la sidrería Ilzarbe se ha operado el brazo derecho. Conmigo es complaciente, quizá porque se alegra de que alguien le hable en su idioma. Por la perra de Dolores reconozco a la hija.


Al final hay que decir que el dueño se ha comportado como un capullo integral con mis amigos, que estaban hambrientos. Han llegado los primeros y se les ha puesto el plato delante los últimos. Vincenzo se ha disgustado y por eso hemos terminado muy tarde. Al final yo también me animé a cenar el menú peregrino, ensalada, chuleta de cerdo, natillas, nueve euros que no pagué, porque ellos se empeñaron en invitarme y por ser ellos acepté.

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Era noche oscura cuando nos recogimos. Vincenzo me regaló sus pinzas de la ropa y si no soy tajante me regala también sus calcetines.