jueves, 1 de octubre de 2020

 

Vincenzo hace ruido al levantarse y me despierto. Son los somieres de este albergue, que están comatosos. En las camas no te puedes ni mover, porque el ruido que haces es muy molesto y escandaloso. Son poco más de las tres de la mañana. Me visto y regreso al cenador. No sé que en el cenador hay un cuarto donde duermen algunos peregrinos. Hay un francés malencarado pero este que se levanta, también para ir al baño, es un paisano de mi tierra. Se llama Silo. Yo estoy desayunando medio emparedado, una mandarina y voy a tomarme un primer café solo. Me he sentado en el exterior a fumar un cigarrillo. Las estrellas sólo son visibles por segundos, porque las nubes son bajas y tupidas. El dolor y la inflamación de la cadera es menor. Ampollas todavía desconozco lo que son pero en ese sentido creo que he sido prudente. A este ritmo el Camino se me hará larguísimo y, magia, lo que se dice magia y misterio no ha habido ninguno todavía.


Paso esas horas escribiendo y me tomo un segundo café y hasta un tercero. Tengo ganas de ponerme en marcha, muchas. Y es que quiero visitar Eunate y me gustaría arrancar lo más pronto posible.


Descubrí la existencia de la ermita de Santa María de Eunate gracias a Mirada de agua, a través de la narrativa de su peregrinación, y me fascinó. El conocimiento acerca de este lugar y su rito supuso la llegada de la alegría al Camino. Algo inexplicable, hasta cierto punto.


Un peregrino compuesto, que como yo entra en el cenador, es la señal para que yo misma me ponga en marcha. Vuelvo al barracón y enciendo la luz, nadie lo había hecho y mi vecina de cama se queja por su compañera, que aún duerme. Pero ya eran cerca de las siete. Cuando estoy lista para irme logro esquivar a Vincenzo. Salgo de las primeras pero me tropiezo con Otmar, un teutón de mediana edad que hablaba un perfecto español. Otmar, con su incipiente obesidad mórbida y residente en Madrid, comenzaba aquí su camino, ya que había tomado un taxi desde Pamplona. Su dietista le había recomendado realizar el Camino como ejercicio de adelgazamiento y aquí estaba. ¿Y yo? -se interesó. ¿Cuál era mi motivo? En esta ocasión dije que hacerme valiente y perder miedos. Y a Otmar le gustó mi respuesta o esa impresión me dio. Yo no deseaba compañía pero acepté la suya de buen grado. El día era de neblina y húmedo y nos encaminamos al monte del Perdón.


Dejamos una urbanización a la derecha. Otmar me era simpático, y me enternecía que un hombre tan grande y tan fuerte pudiera sentirse más desorientado aún que yo. El Camino va de frente y hablamos de mis dudas, las únicas que tengo, lo que a mí me desmoralizan los altos y los tramos en subida. Álamos, una chopera, y entonces llegamos a un punto donde, a la izquierda hay unos patos silvestres, campando a sus anchas en una charca, y ya comienza a ser todo muy bonito, y yo le pido a Otmar que prosiga sin mí, porque me tenía que quedar a lo mío, necesitaba un desahogo de varias maneras, y lo dejé irse y empecé a caminar sola.


Despoblado del señorío de Guenduláin, las ruinas de un antiguo palacio y las de una iglesia. Y ahí existe un primer exaiphnes. El sol al despuntar cubre de luz los campos verdes hasta transmutarlos en dorados. Y es eso un resplandor de una belleza cegadora. Un pájaro, la alondra de la mañana, en ese árbol de tronco musgoso, entona un aria de una forma deliciosamente sublime, y la ópera prima es el mundo. Al lado de este árbol hay un banco y aprovecho para disfrutar del espectáculo mientras me como un plátano. Me embriago, me embargo pero me alimento, algo tan poco necio como eso. Y la inmortalidad es esa sensación de regocijo íntimo que experimento.


Y ese compatriota, Silo, viene y me reconoce pero yo a él tardo en ubicarlo, y le saludo sonriente pero no hago amago de irme con él. Es en la fresca soledad donde sucede lo que busco y lo que me atrapa. Y sigo subiendo pero me doy un montón de vueltas para retener la Pamplona que dejo a lo lejos suspirando en la brisa de la memoria.


Hay un recordatorio a un muerto en el Camino y un cementerio y se alcanza Zariquiegui y eso ya son las primeras estribaciones del alto. En 'The Way' es en esa iglesia, la tardorrománica de San Andrés, en donde Sarah está sentada cuando une sus pasos a los de Tom y Joost, el holandés que fuma hierba. Yo asciendo poco a poco por entre el árido matorral y la aulaga. Ya ando cerca de coronar cuando Rosario, el siciliano, con faz de agrado me sobrepasa. Geo y Dominique le siguen a duras penas. Yo subo disfrutando de mi lentitud y ahora el aire, fuerza elemental que pertenece a los titanes, lo envuelve todo. Arriba, frente a la escultura de Vicente Galbete, un hombre bondadoso me ofrece una chocolatina.


''Donde el camino del viento se cruza con el camino de las estrellas''. Ese es el epígrafe que figura inscrito en el cortejo, un monumento al peregrino, que firma la Hidroeléctrica de Navarra y la Asociación de Amigos del Camino de Santiago; eso que vino a sustituir a alguna ermita que por allí hubo. Son las nueve. Y hoy el Camino es esto. Genocidas mástiles eólicos que asesinan el paisaje de los pueblos -como alguien dijo... Pero hay que renovar las energías y las leyendas.


La McLaine toma ejemplo por estos pagos y nada menos que del autor del pseudo-Turpín. Si aquel, alentado por la imaginación de tantas leguas que deja correr la vista por la llanura el entorno, sitúa a Aigolando y a Carlomagno, con su ejercito de 134.000 guerreros, en esta cuenca, la McLaine, a quien su amiga o psicóloga abandona este día a su suerte en Pamplona, en conversaciones con un monje medio escocés medio irlandés, durante su existencia de gitana mora en la época por la que será amante del emperador de la barba florida, hace luchar y luchar a Roldán con un moro gigante. Es decir, espiritualidad como sinónimo de fabulación.


Cerca se anda Astrain. Que además de serlo, un topónimo, se convierte en el nombre del Mensajero, con el que el brasileño Paulo Coelho bautiza al demonio de su ‘Diario de un Mago’ o de su viaje de peregrinación a Compostela. Tan criticado y cuestionado esto último... Pero Coelho, peregrino o no, arrastra a vivir esta experiencia a miles de compatriotas, como la McLaine lo hace con miles de los suyos, y muchos otros enamorados de ella a lo largo del globo; como yo, que era mi actriz favorita cuando era niña; y como Hape Kerkeling lo hace con los germanos. Son todas estas promesas de cambio interior las que nos movilizan hoy en día. Promesas de autores, otros como nosotros, que nos incitan a través de su experiencia vital, que están ahí y nos son próximos, y que por eso nos suponen cierto crédito…


Y ya ante la visión del valle de Valdizarbe, empiezo a acelerarme toda y a descender sin esperar por nadie. Feliz. Bajada donde sufren las rodillas de cualquiera -eso dijo el de la chocolatina-, el terreno es muy pedregoso, aunque no las mías. Olvidado queda el desliz de antes del alto de Erro. Me siento fantástica, estupenda. Ya el recelo se ha quedado atrás. El recelo son las alturas. Y he andado un trecho a buen paso hasta que de pronto un peregrino con sus bastones, que se vuelve a mirar atrás, se pone muy contento y grita mi nombre: ''¡María! ¡María!'' Es Franz, el alemán. Me parece increíble que el joven tímido y taciturno de la mañana de Trinidad de Arre me esté dando ese tremendo abrazo con tanto contento. El primer abrazo del Camino y el primer amigo consolidado del Camino. Ese ha sido el sentimiento que me ha preñado de entusiasmo. Y esas son las líricas auténticas que deseo encontrarme. Los estallidos viscerales que responden a un mandado emocional e interior. Lo infalsificable.


Franz ha pasado la noche en una casa rural. Y vamos andando juntos hasta que él dice que María corre mucho. Yo voy hacia adelante, parones, hacia atrás, un arroyo, un pequeño puente, le espero.


Encinas o chaparros y la virgen de Uterga. Es una virgen blanca, hermosa. Uterga es el pueblo próximo pero ella está en el Camino. Hay un hombre que permanece junto a ella. Cuando nosotros llegamos se aleja unos pasos, hacia una huerta que hay justo en frente. Yo veo algo que siento deseos de coger. Es una piedra de un profundo azul, está a sus pies. Sería la piedra que más tarde dejaría en la Cruz de Ferro. Lo sentí así, aunque me costara desprenderme de ella o precisamente por eso. Pero la presencia del guardián, la piedra era tan llamativa que se habría dado cuenta, hace que me quede con las ganas de llevármela conmigo.


En Uterga un refugio donde se puede tomar algo. Entramos pero a Franz no le convence mucho y decide seguir. Geo, el valenciano, está dentro. No tiene buena cara. Esta mañana está sufriendo físicamente. Dice que le duele un tobillo. Otmar sujeta entre sus manos un gran bocadillo, mientras consulta su guía. Me siento con él y le hablo de Eunate. Entra Silo y nos saludamos. Se me hace un poco raro porque no había vuelto a verlo pero yo sólo pienso en Eunate. Estoy muy contenta porque hacia ahí voy. Pero mi ardor no parece entusiasmar tanto a Otmar, o al menos no tanto como para hacerle dar un rodeo.

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