jueves, 1 de octubre de 2020

 

Tenía el cabello liso y le caía sobre la frente, se lo retiró hacia atrás. Es el gesto en el que lo he descubierto. Vestía de oscuro y escribía sobre un pequeño cuaderno de tapas negras. Discreta paso de largo. Él no me ha visto. Nuestras miradas ni siquiera se coinciden.


Mis pies me llevan bajo techo. Cerca del tendedero con mi ropa dejo el paraguas abierto para que se seque. La ropa no la hará, no del todo. No tendré esa suerte. La dueña del albergue sostiene una conversación en esa zona. Varios hombres la escuchan.


Muchos peregrinos están sentados alrededor de las mesas que hay frente a los barracones. Thomas está en una, le veo integrado. Pongo mi mano sobre su hombro y le pregunto si ya se encuentra mejor. Me asegura que sí. La timidez vuelve a hacer presa en mí. Demasiadas personas presentes pero no dejo de sonreír, como él mismo, pese a que mi humor ya no es tan bueno como era.


Abandono la chaqueta sobre mi litera, y regreso a donde se encuentra Maribel Roncal. Pongo atención a lo que habla. Es interesante. Menciona algunos albergues y dice que siempre hay que ir al último. Los hombres con los que charla toman notas. Pienso que esta mujer habrá mantenido esta misma conversación cientos o miles de veces y, sin embargo, es fresca en ella. Su trabajo le gusta. Me parece admirable. Entonces, ese hombre se dirige a mí, es navarro. Se llama Javier. Los otros son catalanes. ''¿No vienes a cenar?'' –se interesa. ''No, no, yo ya estoy cenando''. En realidad, no tengo hambre. Como por inercia medio emparedado y una pieza de fruta, porque el humor me mejore. En teoría, casi todo el mundo cena caliente y yo soy a revés, como caliente y ceno cualquier cosa.


Fumo un cigarrillo con Françoise antes de que se vaya. Me cuenta que Thomas toca la mandolina, y me pregunta si yo lo sabía. El patio casi en soledad. El horario de la cena lo ha desalojado.


La tarde está desagradable, fría. Pienso que estaré mejor a resguardo en el cenador. Como en Roncesvalles se escucha hablar más en francés que en ninguna otra lengua. Echo a andar pero sucede un pequeño espectáculo en el estanque del patio. Maribel está alimentando a las voraces tortugas con una cucharilla y comida para gatos. Las tortugas abren la boca y las carpas también participan del festín, sacando la cabeza fuera del agua. Yo le examino a él, por completo ajeno a todos los allí congregados. Sigue escribiendo en su pequeño cuaderno en la misma mesa. El espectáculo es fascinante, algo que sin duda no se observa todos los días. Pero el hombre no pierde la concentración en si mismo. Aunque pronto observaré que esto no era del todo cierto, por la prontitud con la que se dirigió a la dueña, cuando esta recibió el aviso de que habían llegado más peregrinos a los que debía atender. Entonces él se levantó y algo le preguntó y ella algo le dijo. Señalando en la misma dirección que yo iba a tomar minutos después. Los peces te conocen. Eso es lo que no sabías… Dejo que él se adelante y me ensimismo con las tortugas y las carpas. Ahora sólo yo las miro y ellas esperan y esperan pero en un momento dado vuelven a lo suyo, y renuncian a seguir poniendo la atención en alguien que ya no está, porque yo ni siquiera existo para ellas. Las llamativas carpas se sumergen en el centro y se alejan del margen, y yo considero que ya puedo seguirle. Entro en el cenador y me lo encuentro de frente, escribiendo en la esquina. No hago amago de reconocerle. Le ignoro y paso silenciosa por detrás suyo hasta ocupar el otro extremo de la mesa. ¿Tendré suerte y hablará mi lengua? Algo me dijo que así era. Y a eso yo dije que no sería la primera en romper el límite del silencio. Creía conocer a los hombres, y con uno por el que me sintiese atraída, después de tanto tiempo de no haberme sentido atraída por nadie (todavía me miento acerca de CLO), no iba a cometer ese error.


La cocina es un hueco a mano derecha (a mano izquierda según entras por la puerta). Un jovencito disfruta de una ensalada en una pequeña mesa. Llegan tres simpáticos viejecitos. Primero se sientan frente a mí, esta otra es larga, de comedor. Algo hablo con ellos pero terminan por sentirse más cómodos con el jovencito. Todos cenando. Mientras, el del cuaderno sigue a lo suyo. Ni se pronuncia ni se despide cuando se va. De todas formas yo hace rato que escribo e imagino que también parece que estoy inmersa en mi misma.


Antes de acostarme estuve estirando. Me lo tomé en serio. La cadera dolió toda la tarde con un dolor sordo que no auguraba nada bueno. También estuve hablando con Françoise y Vincenzo, de la vida de Vincenzo otra vez. Y de la andadura de Vincenzo, con Alesandro, a través de los Pirineos. Vincenzo presenció un accidente de tren, un hombre murió en las vías, bajo las ruedas, creo que fue un suicidio. Hizo noche en Orisson, me dejó leer sus notas. Entiendo mejor su italiano hablado que su escritura. Me tomé un antiinflamatorio, y el necesario myolastan. Por encima de los radiadores ropa de todos nosotros, ya las luces apagadas. Entonces es cuando descubro que no habrá forma de irse antes de que se vuelvan a encender, porque no he sido previsora y lo lamento. Me lavo los dientes y en cuanto me meto en el saco caigo redonda en el sueño.

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