jueves, 1 de octubre de 2020

 

Frédéric, Franz y yo, permaneciendo aún en el interior de la catedral en algún momento nos miramos y la abandonamos pero cuando pasamos por delante de La Bepa, una cafetería rústica, espaciosa y solitaria, con la barra al fondo, los dejé ir. Tan sólo me restaban cinco kilómetros hasta Cizur Menor y lo que más estaba disfrutando del Camino era sentirme a mi aire de cualquier modo y en cualquier momento.


Había perdido el mechero y me acerqué hasta la barra a pedir fuego, la camarera me sugiere que utilice la máquina expendedora de tabaco para conseguirme uno. De la cajita sale un clipper rojo con la hoja de la marihuana. Con esa ya son dos referencias al cáñamo y me pregunto, si no hay dos sin tres, dónde se hallará la tercera.


Abro la Moleskine y escribo aproximadamente durante una hora. Hasta que vi pasar un grupo de peregrinos y el instinto me impulsó a darles alcance. El grupo se componía de Geo, un valenciano jubilado, Dominique, un francés maduro, y Rosario, un guapísimo siciliano. Es posible que este último fuera el motivo de mi repentina celeridad, que Rosario moviera a mi hembra. Ellos habían salido esa mañana de Larrasoaña. Y gracias a Geo descubrí lo que era una bolsa de camello, mucho más práctica que el recipiente que yo me había agenciado y con mayor capacidad de almacenaje. Y si ellos iban rápido a mí el orgullo iba a traicionarme. Porque yo ahí fue que descubrí que tenía que correr más que nadie.


La calle Fuente del Hierro desemboca en el campus universitario. Cruzamos después el río Sadar y tomamos la carretera de Campanas. Yo a mis compañeros maratonianos los llevaba con la lengua fuera pero como era previsible mi cadera izquierda se puso a chillar. Y es que bravuconadas en el Camino pocas, con el cuerpo sí, que es es muy largo. Me temo lo peor pero no me detengo. La soberbia puede más. ¿Y qué es la soberbia? Una vez leí una definición que me pareció correcta: el orgullo desmedido del violento. Y esa era una de las cosas que me había llevado hasta el Camino, o que esperaba corregir en mí a través del Camino, a base de cobrar conciencia de mi humildad y hacer un trabajo conmigo.


Cruzamos el río Elorz, y cuando tomamos el camino de gravilla que termina confluyendo en la carretera, la cadera ahí lo que pega son verdaderos alaridos. La acera estaba jalonada de chopos y en uno de los bancos veo a mi salvación, Franz, el alemán, que consulta su guía. Y cuando llegamos a su altura me despido del grupo y me dejo caer a su lado en el banco. Pero sin confesar ninguna debilidad. Cizur Menor ya estaba a un tiro de piedra.


Franz no iba a detenerse en Cizur y yo llegué cojeando al albergue de la Roncal. Ahí esperaban Geo, Dominique y Rosario pero también Vincenzo y Alessandro. Hasta que la Roncal nos abrió sus puertas, y luego entramos todos en tropel y éramos muchos. El precio de la estancia era de ocho euros. La Roncal se sentó en una mesa y se dispuso a inscribirnos. A mí la primera y cuando realizó cinco o seis registros más nos asignó una litera y nos explicó dónde estaban los baños, ofreciéndose a curarnos las ampollas si es que lo necesitábamos, más tarde. Maribel Roncal tiene fama en el Camino de ser muy hospitalaria.


Después de la ducha, lavando la ropa, entro en contacto con Marian, que viajaba con otros dos amigos de Vitoria-Gasteiz y que había reunido unos días para la aventura que pronto se interrumpiría. Cuando Marian me preguntó qué era lo que me había llevado hasta el Camino le hablé, sin tapujos, del dolor que experimentaba en mi pecho y que era como una garra. Le expliqué que necesitaba hacerme con una mentalidad de amazona y que, mutilada o no, apostaba por la vida. También le hablé de mi crisis y, por resumirlo de algún modo, de no consentir que los miedos que me había atenazado y condicionado, los miedos de los otros, volvieran a inhibir mi realización personal.


Del refugio de la Roncal salimos los cuatro, ella, sus amigos y yo, yo creyendo que íbamos a comer pero ellos iban en busca de una tienda, donde adquirieron provisiones y yo también aproveché para hacerme con alguna. Además me compré un pin, una flecha amarilla.


Había sido Elías Valiña Sampedro, ''o cura de Cebreiro'', el que en los años ochenta, a bordo de su Citroën GS, había recorrido el itinerario jacobeo, cargado con unos botes de pintura amarilla, señalizando la ruta que casi había caído en el olvido. Parece ser que Valiña -lo he leído en algún lado- realizó el primer estudio serio sobre el trazado del Camino Francés en los sesenta, dedicando su tesis doctoral a este asunto. Valiña, como el visionario que dicen que era, creía con firmeza en la importancia que cobraría en la nueva Europa el recorrido jacobeo. Alentando a otros muchos a la recuperación y conservación del patrimonio del Camino.

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