jueves, 1 de octubre de 2020

 

Cuando Pablo nos dejó solos, Jorge y yo, frente a una taza de café, comenzamos con las confidencias. Jorge estaba en el Camino para replantearse su vida. Acababa de salir de una relación. Yo le hablé del problema de última hora que cargaba conmigo en la mochila, de Laura, a la que sus padres no consintieron acompañarme, pese a que sus estudios hacían agua, y a la que el entorno juzgaba de forma muy dura, equivocadamente. Lo que yo había planteado era conocerla en libertad y averiguar hacia donde fluían sus inquietudes, cuál era su curso natural. Porque tal vez si las drogas la estaban seduciendo eso era porque ella no había descubierto más motivación que las sustancias. Yo la había visto acercarse al señor Palmer y pedirle que dieran una vuelta. Sin embargo, el señor Palmer prefería quedarse sentado en la terraza del bar, leyendo el periódico. ''Llévatela equis, llévatela lejos, múdate con ella a otro país, haz porque Laura tenga mundo'' - había tratado que él comprendiera. Entonces -le explico a Jorge- se me ocurrió este juego de energías, desprenderme de los arcanos durante el viaje, con personas que fueran representativas de algún punto importante del mismo. La idea original siempre fue recuperarlos viajando con Laura, en procura de volver a reunirlos. Jorge aprobaba mi propósito y aceptó introducir su mano en mi saquito de seda. Y lo que me mostró fue El Ermitaño, el arcano de la introspección, el número IX, un anciano vestido con hábito, con un báculo y un farol, que habló a mi corazón y le dijo a mi alma que guardara silencio, depositando en ella la semilla de su secreto. De todos modos Jorge esperaba algún tipo de aclaración por mi parte. Así que le dije que el arcano sería para él como un amuleto o un consejero, y que no se preocupara tampoco si por alguna razón lo extraviaba. ''El ermitaño mira hacia si mismo. Creo que el tuyo será un camino solitario''. A lo que Jorge asintió.


Jorge y yo nos intercambiamos los teléfonos. Y yo le pedí que me escribiera algo en la Moleskine. Él dibujó una taza de café como la que teníamos delante, muy parecida a otra que yo había dibujado en el cuaderno del alma de Miora. Taza sobre la que escribí ''La muerte es un apogeo''. Jorge me acompañó hasta el albergue Itzandegia, ya que le apetecía conocerlo. Bajamos las escaleras que nos llevaron hasta los baños y la sala de Internet, donde había libros, algunos móviles cargándose y una estantería con camisetas, sudaderas, calcetines, chanclas, cosas olvidadas o dejadas ahí. Luego nos despedimos y yo intuí que, al menos durante el Camino, no volvería a verlo.


El Itzandegia cerraba sus puertas a las diez de la noche pero a las nueve y media ya se apagaron las luces. Habían prendido incienso. Me tomé un Myolastan (llevaba más de un año sin consumirlo reservándolo para este momento) mientras me lavaba los dientes. A mi vecina, con bastantes más kilos encima que yo, le costó su buen esfuerzo incorporarse sobre su catre. Me dijo que ella y sus hijas, como no tenían tiempo para aclimatarse, habían decidido servirse del transporte de mochilas. Así que al día siguiente andarían sin peso. En cuestión de minutos se obró en el Itzandegia un hermoso silencio. Éramos más de un centenar de personas y la consideración resultaba impactante. Yo había advertido a mi vecina que iba a roncar de forma inevitable. Lo sabía porque me había grabado durmiendo en algunas ocasiones y en todas mis ronquidos me avergonzaron, previendo este día. Desperté muchas veces a lo largo de la noche. Abría los ojos y volvía a dormirme. No podía relajarme encontrándome a esa altura del suelo pero el silencio seguía siendo igual de hermoso.

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