jueves, 1 de octubre de 2020

 

En el comedor del asador El Tremendo somos pocos. Un peregrino a mi lado devora la jornada de la McLaine. La actriz, el día que llega a Pamplona, se había levantado a las seis de la mañana y había lavado un par de bragas y calcetines, que colgó de su mochila para que se fueran secando. Se limpió las botas con la escobilla del váter y comenzó a andar más deprisa que su amiga o su psicóloga. McLaine escribe acerca de Carlomagno, de las vidas pasadas, de Einstein y su relatividad, de sus sueños como mora... Dice que la energía de la ruta le habla de eso y de sus poderes de sanación sobrenaturales... Piensa en Irak y en Saddam Hussein y en abismos surgidos de los antiguos odios... Un camión cargado de troncos estuvo a punto de arrancarle la mochila, mientras asegura vivir dos realidades simultáneas. Come pasas y vitamina C y esa noche tiene pesadillas, cae de montañas y se ahoga en torrentes y ríos, resbala por las rocas y se precipita al vacío.


El vino calienta el estómago. La comida está muy sabrosa. El postre delicioso, goxua. El café prefiero tomarlo en la mesa del bar. Fernando, el empleado, me expresa el agradecimiento que tiene por el dueño. Tengo la sensación de que en esta posada se acoge con calidez al peregrino por ser peregrino.


José Luis, el dueño que es de Funes, se sienta conmigo. José Luis es un excelente conversador y me comparte recuerdos y anécdotas. Platicamos también de la relación padre-hijo y padre-hija. Tomé muchas notas de todo lo que me dijo pero demasiado desordenadas para resultar coherentes a estas alturas. Fue un placer de sobremesa.


Afuera llueve y tengo ocasión de estrenar el pequeño paraguas que llevo conmigo. Alguien se acerca por la carretera. Es Thomas, el mismo muchacho rubicundo del autobús de Roncesvalles. Ahí va a decirme su nombre y que es americano, de Wisconsin, el que era el territorio de las tribus potawatomie, menominee, winnebago, kickapoo, sauk y fox. A Thomas se le ve bastante perturbado. Me inspira ternura su azoramiento. Dice que detesta las aglomeraciones urbanas, que necesita campo y relajarse, que en su tierra vive así, entre la paz más absoluta. Le indico la dirección del albergue, le aseguro que aún encontrará sitio y me lo agradece.


Yo me dirijo por las escaleras al refugio de peregrinos de la Orden de Malta, una casa situada frente a la iglesia de San Miguel Arcángel. Cuando voy a llamar a la puerta un tipo con unos legajos bajo el brazo se dispone a irse. Le pregunto si podría sellar la credencial.


José era un individuo singular con lo que me pareció una erudición apabullante. No sólo me sella la credencial sino que me hace una descripción muy pormenorizada de la etapa del día siguiente. Yo apurada tomo notas. Luego me conduce a la iglesia, donde continúa dando muestra de su erudición. Cómodamente sentados, dentro. Yo no lo sé pero él me detalla todo el Camino.


Llega una pareja, a mí me parecen turistas. José me hace mirar sus pies y me siento avergonzada, llevan sandalias. Más adelante -me explica- deberé fijarme en la tez para orientarme al distinguir a los peregrinos. La pareja es invitada a sentarse con nosotros y recibe las mismas explicaciones que yo recibo. Eran franceses y no hablaban español. Se fueron en un despiste de José. Ella tenía algo que me gustaba pero que no se podía tocar. Estaba dentro de ella y se reflejaba en sus facciones.


A mí José me guió con la voz hasta el fondo de la iglesia, hasta unos armarios donde encontré una campana, que blandí por todo el templo, dando vueltas en la dirección de las agujas del reloj. José, con el paso de los meses me recordaba así. Nos pusimos en contacto y leyó lo que yo había escrito acerca de él y del espacio, ''un lugar donde todo era tan simbólico que era pura belleza, como si fuera una ecuación matemática''. ¿Qué sabré yo de eso?


Cuando salimos al exterior se presentaron los de la sociedad de enfermos trasplantados de riñón, iban a inaugurar la temporada del refugio. Y minutos después el dirigente de la Orden de Malta en Navarra, el marqués de la Real Defensa. José era el que hacía las reparaciones. En palabras de Arturo Frydman el idóneo. Yo ahí aproveché para escaquearme. José era adorable pero yo tenía la cabeza que me echaba humo. La atención concentrada tiene un límite, al menos la mía.


Cizur Menor me parecía en general amable y comunicativo. Ahora voy en pos de la iglesia de San Emeterio y San Celedonio pero está cerrada. El tiempo se recrudece y me obliga a recogerme. Ando desasosegada, porque de repente me pesa la lluvia. Entraba por la puerta del albergue de la Roncal cuando el viento enloqueció y me vi obligada a cerrar el paraguas. Pero y él, ¿quién era?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me encuentras más facilmente en lasoledadcomoananke@gmail.com