jueves, 1 de octubre de 2020

 

Dejé que Diego me sacara algo de ventaja. El descenso del alto de Erro, que me pareció un descenso infernal, iba a conducirme al límite de mis fuerzas. Sin embargo, el sonido era cada vez más maravilloso. Me experimentaba, por completo, armonizada con la naturaleza. Entonces mi visión acerca de los últimos acontecimientos sucedidos en la ciudad origen se transformó. Me refiero en concreto a lo ocurrido con el señor Palmer, a nuestra despedida. Si hubiéramos hecho el amor lo más probable es que, en ese momento, yo tuviera la cabeza repleta de fantasías. Y de lo que se trataba era de que me adentrase en la realidad, de que la asumiera. Porque hasta que no me librase de las ilusiones no encontraría el camino, bien fuera este a la relación o bien fuera a la soledad.


Cuando cruzo el puente de la Rabia, en Zubiri, la capital del valle de Esteribar, creo que no puedo dar ni un paso más. Aún así ando en busca del refugio municipal, que se localiza en las antiguas escuelas, y no me detengo frente al albergue privado. Las indicaciones, al llegar allí, las recibo de los mismos peregrinos, el hospitalero brilla por su ausencia, que me quite las botas y que coja una cama. Elijo una en una esquina, y como soy de las primeras en llegar, la de abajo. Entablo conversación con el compañero de la cama de al lado. Es un joven muy agradable aunque, pese a lo que él les comenta a sus amigos, yo ya sé que no vamos a intimar. En el exterior hay una fuente donde podemos despojar a las botas de su barro. Alguien me comenta que si tuviera un cepillo podría ir al río. Me conformo con doblarme los pantalones hasta la mitad del muslo y me doy a la tarea. En esa postura forzada la rodilla no deja de dolerme y pienso que cuando se enfríe no voy a poder caminar. El cansancio físico es tan grande que la cabeza no me rige. Las duchas y los baños están en otro edificio y tengo que dar varios paseos porque me olvido de las cosas. Las duchas son comunitarias y no hay cortinas. Una joven francesa se rasura con una cuchilla, lo hace con pericia pero al final se corta y no deja de sangrar. Es ella la que me comenta que en lugares así hay que aprovechar. Es obvio lo que quiso decir.


Ahí conozco a Mari Carmen de Zugarramurdi, cuando en el lavabo no deja de teñirse el agua de chocolate, porque mis pantalones están hechos un asco. Mari Carmen es dicharachera y amistosa y me presenta a sus compañeros, Arantxa y Txomi, al que en seguida le regalo media pastilla de jabón (cualquier cosa por aliviar el peso de la mochila) y le ofrezco darle un masaje en los pies con viks vaporub. Txomi tiene unos ojos mansos y dulces. Y aquí me inclino por la relación.


El hospitalero asoma, es extranjero y muy poco comunicativo. Pago la estancia y sello la credencial y aunque parezca raro descubro que aquí no hay libro de peregrinos, así que no podré continuar con mi relato.


El sol tiene fuerza. Suponemos que la ropa va a secarse. Andamos por la calle desértica. Esta parte de Zubiri es desabrida. Decidimos comer en el bar Bassari. El menú que tiene un precio de once euros, pasta, pollo y macedonia, es escaso. Comemos con un matrimonio que los de Zugarramurdi conocieron en Roncesvalles. Ella está infiltrada de la rodilla y viaja en autobús. La conversación es banal y agradable. Al Bassari también arriban Cefe y Luis que arreglados parecen habitantes de ciudad. Nosotros a tomar el café vamos al bar del Polideportivo, donde se puede fumar. Gracias a la amabilidad manifiesta de mis compañeros que, aunque no fuman, son comprensivos.


Ahí estoy dándome un masaje en la rodilla por más de una hora. Lo hago con mis dedos y la punta del cuarzo que es capaz de alcanzar todas las fibras. Y mi rodilla mejora. Mis compañeros hacen que me fije en un peregrino que tiene un tobillo como un bote. Creo que piensan que debo ofrecerme a darle un masaje pero este se concentra en su portátil, que ha debido cargar en su mochila. Yo les digo enigmática: ''Las cosas, como a mí, deben estar hablándole''.


Cuando estoy sentada en los bancos del albergue veo venir a Miguel e Isabel. Gran alegría que exhibimos por encontrarnos de nuevo, como si fuéramos grandes amigos y aunque sólo hemos coincidido durante algunos minutos. Ellos me comentan que estaban lavando sus botas en el río cuando me vieron cruzar el puente, hasta el que ahora vamos paseando. El puente de Zubiri, que significa concretamente el pueblo del puente, es el único encanto de Zubiri. En Zubiri, como en Margeliza, en Toledo y en Portugal, a cuatro kilómetros de Coimbra, se cree que están enterrados los restos de Quiteria, una joven martir que vivió a caballo entre los siglos I y II. Los restos de Quiteria se supone que están enterrados bajo el pilar central del puente de la Rabia. Y los aldeanos según la leyenda confiaban en su taumaturgia. Lo resumo así porque en estas cosas no quiero extenderme...


Con Miguel e Isabel voy a tomar otro café. Y después andamos en busca de una tienda en la que compro media barra de pan, algunas lonchas de queso y un kiwi. En el albergue Zaldiko en vez de llave tienen una clave para entrar. Allí le estaré dando durante media hora un masaje a Isabel en su espalda, en un dolor que la aqueja. Yo sólo le pido una crema hidratante, que se relaje y que se olvide de mí. Escapo luego como puedo y me acerco hasta mi saco. La del sombrero, la que dormía a mi lado en Roncesvalles, ha llegado a esas horas, porque al final no se decidieron a utilizar el transporte de mochilas, y con los pies destrozados por las ampollas. Lo que implica que tenga que abandonar. ''En el Camino cualquier aventura imaginaria se rompe tras algunos kilómetros''.


Ahí veo algo a lo que me cuesta dar crédito. Es un niño de menos de tres años corriendo descalzo, vital y feliz. Es el peregrino más joven que he visto. Y me pregunto como la madre, casi una niña también, ha sido capaz de arrastrar ese carricoche hasta aquí, y que hay de consciencia y de inconsciencia en todo ello.


Dando otro paseo (en el Camino las tardes pueden llegar a ser infinitas) coincido con Cefe en el exterior de la iglesia, que fue cuartel durante la guerra carlista, y sus ojos me reciben con agrado. Hablamos de libros, de Yalom y de Hadaly, de ferias artesanales, de cuernos de cabra y de los filos de las navajas, del granito y de mi cristal, de la credulidad y la incredulidad y me parece, entonces, un sueño hermoso estar en Zubiri, en este asiento, fumando con moderación y confiándole a Cefe mi miedo más próximo, que poder volverse loca sea tan sencillo. ''Siento como una esperanza en esa salvedad de la tarde''. Aquí aparece Luis pero lo llaman por teléfono. Se le percibe contento o nervioso. Uno estaba esperando al otro para ir a cenar.


Estoy a punto de hablarle a Cefe de mi juego cuando unos extranjeros nos ofrecen vino y Luis finaliza su conversación. Yo casi aborrezco el momento, porque se rompe la magia. ''Dentro de los párpados la noche comienza a pesar''. Ya me muevo en dirección a mi descanso cuando me cruzo con Txomi que va andando por la otra acera. Txomi levanta la mano, la sonrisa, el ánimo. La ropa se ha secado. Y en mi saco escribo algunas palabras. Estoy dormida antes de que apaguen la luz.

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